La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

jueves, 19 de marzo de 2020

Cinco diferentes vidas

Abril de 2018 

En la mitología griega Atenea es una guerrera imbatible, pero también es una diosa, o debería decir sencillamente, mujer, de la sabiduría, de la ciencia y de la justicia.

Hoy no ha sido un buen día para Atenea, llevaba esperándolo semanas, estaba impaciente y muy nerviosa, pero la visita a su ginecólogo no ha ido
como esperaba, se había hecho muchas ilusiones a pesar del mal presentimiento que la ha acompañado en todo este tiempo. Menuda decepción se ha llevado; las noticias han sido tan desesperanzadoras que todavía no sabe cómo reaccionar, está agotada de luchar en soledad contra molinos de viento. No le había comentado lo de la cita a Rubén, su compañero desde hace… lo piensa y sonríe, desde hace tantos años que ya ha perdido la cuenta.
Ni siquiera ha sido capaz de contárselo, ¿acaso no confía en él? Siempre evitándole malos tragos, mostrándole su cara más amable, pero ya está cansada, «no soy ninguna superheroína». Hoy, se han confirmado sus sospechas en la consulta. Sabe que hay otras opciones pero aún es pronto para pensar en ellas, aunque tampoco quiere demorarlo demasiado. Puede que pierda su última oportunidad.
Camina por la calle con la mirada perdida entre los escaparates y el pensamiento muy lejos de allí. Hace mucho frío para esa época del año, o eso le parece a ella, nota un escalofrío recorriéndole el cuerpo desde que salió de la clínica y la tiene destemplada a pesar de ser primavera, casi al borde del verano.
Entra en una cafetería y hace tiempo antes de encontrarse con su suegra, lo necesita para asimilar la situación que se le plantea. A pesar de su cordial relación con ella, mucho se teme que ha elegido un mal día para visitarla. Apura el té diluyendo en él su desconsuelo mientras piensa en llamarla para disculparse y quedar otro día, «sí, quizá sea lo mejor», piensa tratando de convencerse. Pero sabe que en cuanto se lo diga sospechará que ocurre algo fuera de lo habitual. A veces piensa que es una bruja, en el mejor sentido, y que sabe lo que pasa antes de decir una sola palabra. La verdad es que el desánimo la tiene descolocada y no le apetece hablar con nadie del tema.
Solo le apetece llorar, pero la han educado para guardar la compostura y no mostrar las emociones. Siente tanta frustración acumulada en su interior, que tarde o temprano explotará.
No le apetece llegar a ninguna parte y deambula sin rumbo después de haber dejado la cafetería, ¿qué más da? Sabe bien hacia donde se dirige aunque no reconoce el camino. No ha sido capaz de cancelar su visita semanal, puede más su compromiso que el dolor que siente por dentro. ¿Por qué ya no confía en nadie? Solamente se siente protegida por sus cuatro amigas, a pesar de lo dispares que son, pero eso, eso ya es otra historia.
—¿A qué hora vendrás? —le pregunta la madre de Rubén.
—No tardaré en llegar, Adelina —responde con respeto pero sin ganas, mintiendo sin ser consciente ello—. Ya estoy de camino, sólo he parado a tomar un té, lo necesitaba. —No comprendía a que venía darle tantas explicaciones.
—Tomas demasiado té, no creo que sea bueno para ti —la recriminó.
—¿Y qué es bueno para mí? —se preguntó cuando cortó la comunicación.
Una lágrima trata de asomar por el rabillo del ojo, tras sus gafas oscuras nadie se percata de ello. Ya no puede más, tiene el pálpito de que la conversación de hoy con su suegra irá por los mismos derroteros que en las últimas semanas, o quizás meses ya, en los que se ha convertido en el único tema y no se habla de otra cosa.
Tarda más de lo previsto en llegar a la casa de su suegra, una señora afable pero firme, de carácter duro, el que forjan los años de penurias criando a siete hijos. Por eso no concibe que su nuera, con treinta años, aún no la haya hecho abuela y eso, a pesar de tener ocho nietos ya y otros dos que vienen de camino.
De gesto amable, es raro escucharle una palabra más alta que otra, eso también lo ha heredado su hijo, Rubén con el que es imposible discutir, y a veces es necesario, no soporta su sangre fría cuando les apremia algún problema.
Ya le tiene en la mesa un té con pastas, a pesar de la hora, como sabe que le gusta, ella también le ha cogido gusto a ese tipo de brebajes a pesar de sus protestas, no suele llevar la contraria.
Atenea saca su mejor versión, intenta sonreír, pero esa mueca resulta poco creíble, sobre todo cuando Adelina saca el tema que le trae de cabeza. Cuando ya pensaba que se iba a librar, se lo espeta de golpe; lo elude con elegancia alegando que es la hora de comer y que debe regresar a casa. Como todos los jueves, Rubén tiene turno doble y hasta la noche no regresará; aun así, sin parecer grosera, pone el pretexto de que tiene un trabajo a medio acabar y le urge entregarlo; declina la invitación de su suegra para quedarse a comer.
—No gracias, tengo tarea para toda la tarde, comeré algo y me podré a trabajar.
—Nunca entenderé ese trabajo tuyo —responde escéptica, pensando que sólo le pone excusas para no quedarse más tiempo con ella. Quizás esté en lo cierto.
—No hay mucho que entender, la traducción de libros también es un trabajo que requiere tiempo y dedicación; alguien tiene que hacerlo, sabe usted que me da mucha libertad…
—Ay, dichosa libertad, a tu edad yo ya tenía cuatro hijos…
—Las cosas han cambiado mucho desde entonces, Adelina, aunque todavía queda mucho camino por andar, ciertas cosas no han cambiado mucho, como el acceso al mercado laboral, la lucha ha sido muy dura, incluso le ha costado la vida a muchas mujeres, nos han dejado en herencia una gran responsabilidad, para que esta guerra no haya sido en vano, ¿no cree que deberíamos hacerlo por ellas?
Después de aquel discurso pensaba que se libraría del tema cuando la mujer volvió a la carga como si no hubiese escuchado nada de lo que Atenea había dicho.
—¿Acaso no quieres tener hijos? —le interpeló sin contestar ninguna de las preguntas.
—No, no es eso —está a punto de sincerarse con ella, pero recapacita, no tiene que darle explicaciones a nadie de cómo vive su vida.
—Entonces, ¿qué es? —insiste la mujer.
Atenea calla ante tanta obstinación, se cierra en sí misma, en sus pensamientos, en su lenta agonía que la carcome por dentro. La mujer insiste ignorando el daño que le está causando.
—No deberías esperar mucho más, tu reloj avanza, lo sabes, cuando te des cuenta se te habrá pasado el tiempo y la energía para tenerlo y criarlo.
Atenea se sobrepone a su tristeza simulando una sonrisa que le duele en el alma. Bruscamente se despide y se marcha a toda prisa, no le importa parecer una mal educada y una desagradecida pero después de los disgustos que lleva, ya no aguanta más.
Baja por las escaleras hasta el tercer piso, llama a la puerta, la única que hay en esa planta, pero nadie contesta, su amiga Ariadna no está, qué extraño, suele estar en casa a esas horas. Espera unos minutos, vuelve a llamar golpeando la puerta con el puño.
—Ariadna, ¿estás ahí? Soy Atenea, ábreme, por favor —suplicó sin obtener respuesta.
Quiebra su sonrisa una nueva preocupación. ¿Dónde se habrá metido su amiga? Ella sí que la comprende y sabe cómo lidiar con sus angustias. Apesadumbrada regresa a su hogar.
En cuanto atraviesa el quicio de la puerta no puede aguantar más, se deja caer en el sofá y llora amargamente.
Llora porque nadie puede imaginarse lo que lleva padecido, porque ha hecho lo imposible por tener familia; llora porque ya ha sufrido varios abortos y se lo ha guardado sólo para ella. Llora porque los medicamentos no la ayudan a quedarse embarazada. Llora porque la convivencia con Rubén cada vez es más complicada a causa de ello, o esa es la sensación que tiene ella, pero, se siente incapaz de hablarlo abiertamente con él.
Sabe que serían unos padres maravillosos, pero nunca llegarán a comprobarlo, porque la naturaleza no quiere darles esa oportunidad; por eso también llora, en silencio llora.
Llora para destilar la rabia que la va minando por dentro. Llora por lo intransigente que es la sociedad con ella, llena de prejuicios que pretenden fabricar la madre perfecta, estereotipos en los que no encaja, ni tampoco pretende hacerlo.
Y aunque es una guerrera, llora, sencillamente llora…


En la mitología griega, Ariadna es una princesa enamorada de Teseo y al que ayudó a salir del laberinto tras matar al minotauro con el que su padre atemorizaba Atenas, pero, ¿quién la ayuda a ella?

Hoy no será un día cualquiera para Ariadna a pesar de que sus rutinas apenas han cambiado. Camina despreocupada por la calle, perdiéndose en cada escaparate aunque a esas horas de la mañana la mayoría de los comercios aún permanecen cerrados. Una suave brisa acaricia su rostro y mece su melena. Ha dejado a los niños en el colegio, cuatro fierecillas que consumen todas sus energías, pero se siente plenamente satisfecha.
Esa mañana es especial, siente que las buenas noticias que le trae el día nada las puede empañar.
Aún no se lo ha contado a nadie, no tiene la completa certeza de lo que ocurre en su interior, «esas cosas se intuyen», piensa. Pero no cree que la gente que la rodea lo entienda, le dirán que es una irresponsable, que no haya puesto los medios para evitarlo teniendo cuatro ya, ¡qué locura!
Continua su paseo por las calles cercanas a su barrio, el mismo que la ha visto crecer, no tiene prisa por llegar a casa, se merece ese paseo, hoy se lo tomará todo con más calma, en su interior es fiesta y quiere celebrarlo.
Al llegar al portal de su casa se encuentra con su vecina, Adelina. No es que se lleve mal con ella, pero es con la última persona que hubiese querido encontrarse esa mañana. Debe ser el destino que parece escrito y a pesar de hacerse la despistada mirando un escaparate, la mujer le sostiene la pesada puerta para que entre junto con ella.
—Ariadna, ¿pasas o no?
—Buenos días, Adelina, perdone, no la había visto —mintió con diplomacia.
—Sí que lo son —respondió la mujer con cierto desdén y más encendida que de costumbre—, buenos días a pesar de estos ineptos que tenemos por gobernantes, que se piensan que los pensionistas somos idiotas…
Ariadna sonríe, está de acuerdo con ella en ese tema pero opta por callarse y dejarla despotricar durante el corto trayecto que comparten hasta llegar a sus casas. No quiere que nada ni nadie hagan sombra a su alegría. La señora continúa su diatriba mientras el viejo ascensor sube con desesperante lentitud; es el único inconveniente que tiene el edificio, aquel viejo artefacto que parece sacado de otra época, cuando tenerlo era todo un lujo.
La mujer continua hablando y respondiéndose ella sola todas y cada una de las preguntas que lanza al aire. Ariadna ha dejado de prestarle atención, aquel parloteo le está levantando una tremenda jaqueca; cosa que teme porque para mitigarla, en su estado actual, no debe tomarse nada.
Cuando el renqueante elevador llega al tercer piso y Ariadna se dispone a salir del habitáculo, la mujer logra captar su atención.
—¡Qué revoltosos estaban los niños esta mañana! —La frase suena a reproche, como si le molestasen sus cuatro hijos.
—Sí, un poco —respondió Ariadna sin intención de continuar la conversación, podría replicarle que tan revoltosos o más que cuando sus nietos vienen a verla, pero no quiere que nadie le amargue el día—, tienen una excursión al zoo y… —lo pensó un instante antes de continuar—, sí, estaban un poco nerviosos… —se justificó.
Bajó la cabeza aunque no se sentía avergonzada por la actitud de sus pequeños, «los educo lo mejor que puedo y que sé», piensa mientras cierra las puertas del ascensor. Antes de que termine de hacerlo la mujer dispara otro proyectil directo a su línea de flotación. Hoy está dispuesta a hundirla.
—Si no me equivoco, son cuatro niños, ¿no? ¡Por Dios! No pensarás tener más hijos, ¿verdad? —la interrogaba sin dejarle tiempo a contestar, como si más que interesarse, criticase su forma de vivir.
«¿Pero qué se creía aquella mujer?», piensa mientras trata de cerrar una de las puertas que parecía haberse atascado.
—¡Tal y como están las cosas! Uno, o dos como mucho, pero, ¡cuatro! En los tiempos que corren es una locura —continuaba recriminándola, y sintiéndose fuerte desde su posición, la remató como el asesino que le da el tiro de gracia a su víctima—. ¡Qué inconsciente! —le espetó para rematar.
Ella se queda callada, prefiere no entrar en una discusión y finge que no ha prestado atención a sus palabras. Deja pasar el comentario, le desea buenos días con educación y por fin consigue cerrar la puerta del ascensor.
Entra en casa y se apoya contra la puerta, las lágrimas asoman en sus ojos, anegándolos. Los cierra y las deja correr libremente por su cara. Le duele que la gente piense eso de ella porque no sólo Adelina lo hace. Lo hacen también el resto de las madres cuando deja a los niños en el colegio por la mañana o cuando los recoge por la tarde, lo nota en como la miran condescendientes sin apenas disimular, las ve cuchichear y murmurar a su espalda, la miran con displicencia, como si fuese un ser inferior que sólo se dedica a la reproducción. No lo dicen con palabras pero su mirada es tan incisiva que se clava en sus entrañas, recorriendo los sentimientos desde la incredulidad al menosprecio. Y lo que más le duele no es su silencio sino que son mujeres de su misma edad. Pese a todo, ella es feliz y eso es lo que realmente le importa.
Pero ahora llora en soledad, en el silencio de su hogar; llora porque hacen que se sienta culpable de estar embarazada de nuevo. Nunca le importó el qué dirán, pero esa actitud de desprecio, de lástima, le rompe el corazón; no quiere esconder su felicidad porque los demás piensen que es una irresponsable, lo mismo que su pareja; y que sus otros embarazos no han sido deseados.
—Pero, ¿qué coño me importa lo que piensen los demás? —recuerda lo que le pregunta siempre su amiga Diana, y ella de intolerancia sabe mucho—, ¿tú eres feliz? Pues a los demás, que les den.
En el salón, sentada en su sillón favorito, se compadece de sí misma, duda si es ella quien está equivocada y no el resto de la sociedad que la acusa sin temblarle el pulso de loca e inconsciente. Se rompe el silencio en el que está sumida cuando suena el timbre de la puerta. «¿Quién podrá ser?», se pregunta, «no espero a nadie».
Espera antes de abrir, seguramente es algún comercial que llama para venderle algo que no necesita. Suena el timbre una segunda vez pero ella no se inmuta, está tan desanimada que no quiere hablar con nadie más esa mañana.
De repente escucha como golpean la puerta, se asusta y se esconde en uno de los baños, donde nadie pueda encontrarla. Da un portazo al cerrar la puerta y no se da cuenta de que una voz conocida ha pronunciado su nombre, con el ruido que ella ha hecho no la escucha. En esos momentos lo único que quiere es esconderse, desaparecer de un mundo que no la entiende. Sólo lo siente por sus cuatro únicas amigas cuando se reúnen los viernes por la noche… ellas sí que la comprenden.
Sentada sobre la taza del váter comienza a llorar, «¡ojalá fuese viernes!», desea.
Llora por la incomprensión que siente, llora porque su pareja y ella tienen medios económicos suficientes para mantenerse desahogadamente, pero eso no parece convencer al resto. 
—¡Anda y qué les den! —vociferó a las paredes del baño.
Coge el teléfono, tiene la necesidad de hablar con alguien, pero no quiere molestar a su pareja en el trabajo, sabe que está de su parte, no tiene nada que reprocharle, siempre puede contar con él. Ya se lo dirá por la noche. 
Llama a su amiga Casandra, después del cuarto tono escucha la voz fría y metálica de su contestador.
Allí se queda durante un buen rato llorando.
Llora, sencillamente, llora…


Si hay alguna maldición cruel es, sin duda, la de conocer los males que van a acontecer y no poder hacer nada por evitarlos. Ese fue el fatal destino de Casandra durante la conocida Guerra de Troya. Y hoy, sin duda, arderá Troya.

Casandra ha tomado una decisión que marcará su vida a partir de hoy, no sabe por cuánto tiempo tal y como están las cosas, pero mucho se teme que irá para largo. Su pareja y ella lo han decidido; creen que es lo mejor aunque tengan que ajustar su economía, deciden dar el paso, a pesar de todos los inconvenientes, aun sabiendo que su vida cambiará de forma radical, pero ese es su deseo.
Hoy, va a dejar su trabajo.
—¿Así, por las buenas? —le espeta su jefe a bocajarro—. ¿Te das cuenta en qué posición nos dejas? —continúa con total desprecio sin escuchar sus argumentos.
—¿Y qué hay de la posición en la que me quedo yo? —replica consumida por la rabia de las palabras del que ha sido su jefe durante los últimos catorce años.
—Tú sabrás como te quedas, a mí que coño me importa —la atacó si piedad con una violencia dialéctica inusitada y desmedida—. Como tú, las hay a cientos —acompañaba sus palabras gesticulando ostensiblemente con las manos—, esperando que les den una oportunidad y seguro que no me dejarán colgado…
—Eso me lo dejaste muy claro hace exactamente catorce meses. —Sin dejarle tiempo para replica, se dio media vuelta y salió de su despacho; cerró la puerta con tal ira que hizo añicos los cristales.
Se dirigió a su mesa y recogió sus pertenencias, ya las tenía empaquetadas antes de ir a hablar con el monstruo de su jefe que, hasta el momento en que le comunicó que estaba embarazada, había admirado su trabajo en el bufete. Había sido como un padre para ella, su mentor, sintiéndose orgulloso de ser el impulsor de su meritoria carrera profesional dentro de la abogacía. Hoy todo eso quedaba muy lejos.
Ahora, con cuarenta años recién cumplidos, se veía abocada a engrosar las listas del paro; todo por perseguir un sueño. Un anhelo convertido en realidad cinco meses atrás, cuando trajo al mundo a una preciosa niña que la colmó de felicidad. Nunca pensaron que aquel ser los llenase de tanta felicidad, mucho más de lo que habían imaginado en la realización del más ambicioso de sus proyectos.
Se encontraba en estado de gracia desde la venida del bebé a pesar de que se produjeron numerosos cambios en sus vidas, pero sobre todo en su profesión. No podía creer que eso le sucediese a ella, defensora de casos similares en los juzgados en tantas ocasiones.
La guerra comenzó el mismo día que anunció su embarazo. Tuvo que soportar caras largas durante los nueve meses, provocaciones y broncas sin sentido, reprobación de su trabajo, desaparición de documentación en su despacho y ya no recordaba cuantas tropelías más.
Y se agravó mucho más cuando se reincorporó a su puesto en el despacho después de disfrutar de la baja por maternidad, por supuesto ni un día menos de lo estrictamente legal, lo mismo que aconsejaba a sus clientas. No se le pasó por la cabeza reducir la jornada laboral aun estando en su derecho y asumió todo el trabajo que era capaz para que no le pudiesen reprochar nada, haciendo un esfuerzo ímprobo y sacrificando la mayor parte de su tiempo, sin darles argumentos para que criticasen o cuestionasen su eficacia. No se lo pusieron fácil; para compaginar su reciente maternidad con el trabajo hacía malabarismos con los horarios aun teniendo la ayuda de su pareja, apenas podía ver al bebé, era consciente de cómo pasaba el tiempo sin disfrutar de ella la mayoría de los días, pues cuando llegaba a casa ya estaba dormida y eso cada vez le afectaba más a su estado de ánimo.
Todo lo que hacía era insuficiente para don Manuel Castro, su jefe, insigne abogado y socio fundador de aquel bufete, uno de los más prestigiosos de la capital. Tenía la sensación de estar subiendo una montaña muy alta y cada día las dificultades eran mayores. Lo que en otras circunstancias eran pequeños detalles, ahora parecían escollos insalvables para desarrollar su trabajo. Estaba sacrificando su vida, su salud y su familia por un trabajo en el que no recibía ninguna recompensa a cambio por su dedicación, muy al contrario, todo eran críticas y malas caras. Estaba harta. No era dinero lo que quería, no era su pretensión; pero al menos un reconocimiento por sus esfuerzos; Su jefe se ufanaba por menospreciarla y no cejaría hasta verla renunciar, terminar con su paciencia por el sencillo hecho de ser mujer y haberle llevado la contraria. Pero a pesar de todo no estaba dispuesta a ceder.
—No quiero conformarme —le dijo a Luis, su pareja, con lágrimas en los ojos—. No quiero sufrir más ni tener que reducir la jornada como medida de seguridad y que ese cabrón me relegue a un segundo plano; Eso sería darle la razón y no estoy dispuesta, continuaré manteniendo el pulso con él.
—Lo más importante es tu salud, y como sigas adelante, acabará con ella— respondió él mientras sujetaba al bebé entre sus brazos.
—Pero necesitamos el dinero…
—Y nosotros te necesitamos a ti, ya nos las arreglaremos, siempre hay una solución, pero no la encontraremos si la salud no te acompaña —trató de convencerla, aunque lo hacía para convencerse él también.
—Si tú me apoyas lo dejo, prefiero hacerlo antes de que acabe con mi carrera profesional, a pesar de todas las influencias que tiene.
Mientras abandona el edificio recuerda la conversación tan tensa mantenida con el jefa, espera no haberse precipitado, pero ¿qué salida le quedaba? La situación era insostenible.
Mete la caja con sus pertenencias en el coche y lo cierra, necesita caminar un poco, y que el sol de la mañana acaricie su blanca palidez, mientras se pierde entre el gentío, no está para nadie, ni siquiera para su bebé.
Camina al tiempo que rememora todo lo sucedido en los últimos meses. Son tantos sentimientos encontrados. Con una enorme sonrisa pintada en sus labios, del tamaño del dolor que siente en las entrañas. Quiere llorar pero es un lujo que no se puede permitir en público, a pesar de sus enormes gafas oscuras, sabe que una vez que derrame las lágrimas, sortearán los cristales ahumados dejando al descubierto su vulnerabilidad.
Suena el móvil mientras contempla ausente un escaparate, sus sentidos están dispersos y su pensamiento ocupado en digerir los últimos acontecimientos.
Por si fuese poco, a todos estos problemas tiene que sumarle las disputas con su madre.
«¿Qué hay de malo en tener solamente un hijo?», se pregunta a la vez que mira la pantalla sin reconocer el número. En ese momento no le apetece hablar con nadie, y menos soportar a un desconocido dándole explicaciones sobre lo que ha de consumir o no.
Se reavivan en su cabeza todas las discusiones con su madre, para su gusto demasiado conservadora, tanto que siempre acaba chocando en todo con ella, pero al fin y al cabo fue la mujer que la educó, aunque por su carácter montaraz, eso lo heredó de su padre, nunca fue capaz de inculcarle esas desfasadas ideas.
—Casandra, hija, ¿por qué sólo un hijo? ¿Por qué no quieres tener más? Imagínate por un momento que yo hubiese sido tan egoísta como tú, ¿sabes que hubiese pasado? Exacto, que no estarías aquí —era la letanía que le soltaba su madre casi sin respirar cada vez que veía la oportunidad—. ¡Claro! Como ahora vais de modernas, queréis trabajar y con un poco de suerte os quedáis embarazadas a partir de los cuarenta…
—Para ya, mamá, ¿no crees que te estás pasando? Es mi problema, mi decisión, mi vida. Deja el tema de una vez. No dejaré que controles mi existencia, ya soy mayorcita para hacerlo yo sola.
Siente una rabia interior porque sabe que no sólo es ella la que piensa así, también es todo su entorno familiar, exceptuando a su padre que parece que es el único que la comprende, al menos él la defiende, no como su madre que la recrimina por su actitud, por no ser un estereotipo, y ella se defiende con vehemencia.
—Soy feliz con uno —responde siempre, tratando de mantener la calma a pesar de que le hierve la sangre—. No necesitamos más…
La vida le ha enseñado que siempre hay que buscar el lado bueno de las cosas, sin olvidar que todo sucede por algo, también lo que no sucede… es por algo.
A lo lejos ve a Diana, una de sus mejores amigas. Trata de llamar su atención pero parece muy apurada y desaparece rápidamente al doblar la esquina. No consigue alcanzarla, ¡qué bien le vendría hablar con ella! Pero tendrá que esperar al viernes.
Al llegar a casa se da cuenta de que hay un mensaje en el contestador, pero al escucharlo comprueba que sólo hay registrado un enorme y descorazonador silencio.
Tiene que salir a buscar a su hija pero apenas puede moverse; la tensión atenaza todos sus músculos, las lágrimas han vencido la barrera que les impedía fluir en libertad.
Allí, en silencio, llora pensando que fue casi un milagro quedarse embarazada, ¡llevaba tanto tiempo intentándolo sin que nadie lo supiese! Se siente agotada, porque criar una hija en esas condiciones laborales es demasiado para ella. Llora porque se arrepiente de haber dejado su trabajo que tanto la apasionaba sintiendo que ha perdido la ocasión de realizarse en su labor profesional. Llora porque cree que es una egoísta pensando todo eso.
Y allí, en la soledad de aquel salón que ahora le parece tan artificial, llora, sencillamente llora…


Cuenta la mitología romana que Diana era la diosa virgen de la caza, protectora de la naturaleza y la Luna siendo también un emblema de la castidad. Admirada en la poesía por su fuerza, gracia atlética, belleza y habilidades en la caza.

Ha sido un día muy lago, otro de tantos, y ya van… hace tiempo que perdió la cuenta, pero ahí sigue, no puede permitirse, o sería mejor decir que no quiere quedarse sin trabajo. A pesar de todo, no es un día cualquiera, ha conseguido una entrevista para un nuevo empleo, necesita cambiar de aires cuanto antes. Ya no se encuentra a gusto en su actual empresa, se siente acosada y ninguneada desde hace tiempo, y está cansada, agotada de dar explicaciones sobre su vida privada.
—Una mujer tan bonita como tú no debería estar sola. —Su jefe acostumbra a utilizar ese saludo día sí y día también, igual que muchos de sus compañeros, machos –porque es así como se sienten cuando ella está presente, machos–, en la mayoría de los casos casados, se la comen con la mirada lasciva, deseosos de catar –porque eso es lo que hacen en sus calenturientas mentes, catar–, sus turgentes pechos, sus muslos soñando con pasar unos minutos de sexo desenfrenado con ella. Porque es lo que piensa, que apenas le durarían un par de minutos y luego volverían como corderitos junto a sus amantes esposas.
Pero su gran secreto, el que sólo sus verdaderas amigas conocen, es que los hombres no le interesan lo más mínimo, nunca lo han hecho. No se le ocurriría cometer adulterio y aún menos con aquella manada de salidos que sólo piensan con su entrepierna cuando no lo hacen en el fútbol.
Alberto es el único que se salva de esa panda de degenerados con aspecto de capillitas de misa de domingo. Cuántas veces ha planeado en secreto, alguna treta, dejarlos sin su miembro más preciado, pero sería una autentica putada dejarlos sin cerebro.
Con Alberto puede hablar porque siempre le mantiene la mirada, bueno, alguna vez lo ha sorprendido con los ojos clavados en su escote, pero como él dice de broma: «soy un caballero muy educado, pero no soy de piedra», y ambos ríen.
Son las únicas risas que se permite en un ambiente cargado de testosterona, eso hace que su día a día tenga una cadencia difícil de soportar. Por eso está buscando un nuevo empleo, porque el que tiene ya no le satisface; tiene que haber algo más digno en cuanto a capital humano se refiere, debe existir un lugar donde no le pidan explicaciones por cómo va vestida, con quien sale o deja de salir o si sentar la cabeza entra dentro de sus planes.
Con paso firme, marcado con sus tacones de vértigo, se dirige hacia la salida, ha pedido unas horas, «por asuntos propios», aunque en la cabeza de su jefe sólo hay un pensamiento que a veces se le escapa por la boca traicionando a su subconsciente:
—¡Que no me entere yo que ese culito pasa hambre! —le dice con voz libidinosa
Otras veces había mostrado una falsa sonrisa al oírlo, «si tú supieses quien lo alimenta, ¡gilipollas!». Pero hoy no le hace ninguna gracia, busca un entorno mejor y espera encontrarlo en la otra punta de la ciudad, lejos de allí.
Una vez en la calle respira profundo, una suave brisa acaricia su rostro y su larga melena, negra como el azabache, se mece ligeramente con el vaivén de su cuerpo a cada paso que da. Camina con la gracia de una modelo profesional sobre una pasarela, desde luego, es una mujer que no pasa desapercibida allí donde quiera que va. Tiene las proporciones perfectas de una diosa griega, ella lo sabe y a pesar de todo lo que soporta cada día, muestra su feminidad con discreta elegancia. «Nadie me va a decir cómo debo vestir», piensa cuando algún hombre se gira para quedarse embobado mientras camina por la calle en dirección a la estación de metro más próxima.
Viste una falda de vuelo ligeramente por encima de las rodillas, le gusta enseñar las piernas, una blusa blanca bien abotonada con un fular de color morado rodeando el cuello, una chaquetilla  muy entallada, que marca bien su busto y sus zapatos de tacón favoritos. Ha elegido cada complemento a conciencia y viste con un gusto exquisito, la ocasión lo requiere, quiere dar una buena imagen y la primera impresión es la que cuenta; se siente animada para dar un giro en su vida.
Va pensando en las distintas estrategias de cómo afrontar la entrevista. A ver si tiene suerte y es la misma mujer con la que habló por teléfono para concertar la cita, por su tono de voz le pareció simpática.
Su paso es firme y decidido hacia la boca del metro, a lo lejos, en la acera contraria le parece ver a su amiga Casandra, pero no tiene tiempo para pararse, no quiere llegar tarde. Antes de descender por la escalera del subterráneo la ve haciendo aspavientos tratando de llamar su atención, pero tiene prisa, no puede parar. Ya la llamará más tarde, o si no, ya se verán el viernes por la noche y la pondrá al corriente de todo.
El metro viene atestado, en un primer momento piensa que tendrá que andar pero finalmente entra y consigue hacerse un hueco en uno de los vagones. «Qué mala suerte que venga tanta gente, ¡qué raro! A esta hora no suele venir tan lleno», piensa mientras se agarra como puede a una barra para no caerse.
Caerse allí sería imposible, va tan abarrotado que siente como un hombre le magrea el trasero con una parte de su cuerpo que no quiere imaginarse, se gira ligeramente para comprobar que tiene las dos manos asidas a la misma barra que ella. El hombre sonríe complacido de su proeza con una mueca como si estuviese a punto de correrse allí mismo rozándose contra sus nalgas.
Diana dio un paso atrás para apartarlo de ella con un empujón clavándole la mirada más fría y asesina que fue capaz de armar. No quiere alterarse más de la cuenta, no es la primera vez que le sucede algo así, cada vez le causa más asco y cabreo esas actitudes machistas y misóginas .
—Será frígida la tía —escuchó como escupía las palabras entre susurros aquel tipo protestando como al niño que le quitan un juguete que no es suyo y se empeña en que sí lo es.
«Si tú supieses, cabrón de mierda, malnacido y salido, lo que a mí me pone, y no es precisamente restregar mi culo perfecto contra tu asquerosa polla», pensaba mientras trata de alejarse de aquel sujeto a lo largo del vagón que ahora parecía más liberado de gente.
Se sentó en uno de los asientos que acababan de quedarse vacíos, se colocó de tal modo que podía observar al hombre que la había sobado impunemente, se quedó mirándolo de forma descarada, sin apartar la vista ni un segundo, con asco, con ira contenida, tratando de incomodarlo mientras él la miraba de cuando en cuando disimuladamente hasta en nueve ocasiones, contó Diana. Le parecía patética y cómica a la vez la manera en que trataba de disimular el bulto de su entrepierna, «te has quedado a medias, ¿eh? ¡Cabrón!», pensaba hasta que en una ocasión lo sorprendió mirándola de forma lasciva y desafiante dispuesto a continuar «la faena» con su beneplácito.
Diana aguantó su mirada, no tenía nada de lo que avergonzarse, manteniendo un pulso provocador hasta que el hombre elevó ligeramente la comisura de los labios, remarcando una sonrisa fanfarrona, pensando que había vencido y ella había caído rendida a sus atributos. Desde la distancia que los separaba, sin emitir sonido alguno, pero con una vocalización perfecta de cada sílaba para que pudiese entenderlas leyéndole los labios con claridad, le dijo:
«Cabrón, hijo de puta malnacido, la próxima vez que se te ocurra rozarme, te corto los huevos, y después tu asquerosa polla». Acompañó las palabras con una mano, haciendo un gesto de unas tijeras imaginarias para que lo entendiese mejor.
En ese momento el tren se detuvo en su estación de destino, abrió las puertas; Diana se levantó y salió al andén semivacío. Caminaba sin perderlo de vista mientras el tren arrancaba, comprobó que había dejado de sonreír y su verga parecía haber recobrado su tamaño habitual.
Al llegar a la escalera mecánica, antes de salir al exterior, se apoyó sobre el pasamanos tratando de recomponerse, era una mujer fuerte, pero aquellas situaciones la cabreaban tanto que le resultaba casi imposible salir indemne de ellas, sacudiendo de arriba a abajo su carácter.
Decidió que no le daría más vueltas al asunto, aunque haría una anotación en su diario para no olvidarlo. ¡Vaya día! Estaba resultando inolvidable. Ahora tocaba mostrar su cara más profesional y amable.
Llego al edificio de oficinas donde tenía concertada la cita para la entrevista de trabajo. A pesar de su experiencia laboral y personal que a menudo la obligaba a tratar con gente de toda condición imaginable, estaba muy nerviosa. Ahora estaba al otro lado, sabiendo que no era ella quien controlaba el encuentro. Pensar que tenía que hablar de sus capacidades, logros y expectativas ante una persona extraña no la ayudaba a calmarse.
Atravesó la puerta de entrada de la sede de la empresa antes de la hora, la cita era a la una de la tarde, aguardó unos minutos y enseguida la atendieron.
Se presentó un chico más o menos de su edad para atenderla, «demasiado joven para ocupar un puesto así», pensó.
—Soy Jaime Cortázar, director de recursos humanos de la empresa —se presentó mientras le estrechaba la mano formalmente y se interesaba por si había tenido algún problema para localizar el edificio, «si yo te contase…», Diana se sintió más tranquila a la vista de aquel chico, trató de calcular qué edad tendría y pensó que sería más sencillo que si fuese algún carcamal entrado en años, seguramente sin el menor interés en escucharla. Quizá le cayese bien y puestos a divagar, que tenía el puesto de trabajo al alcance de la mano.
La entrevista no duró más de cinco minutos, después del saludo inicial entraron en una sala con decoración minimalista y funcional, parecía una sala de interrogatorios más que de entrevistas. Todo en color neutro, una mesa de despacho muy sencilla, acorde con el resto de la habitación, un sillón que parecía cómodo pero que desentonaba con el resto del mobiliario, seguro que dispuesto así para el entrevistador, y por último dos sillas tan incómodas que no eran las más adecuadas para permanecer sentado en ellas mucho tiempo. El joven se acomodó en el sillón y la invitó a que ocupase una de las sillas. Abrió una carpeta oscura con el membrete de la empresa y la apoyó sobre la mesa, sacó una libreta de uno de los cajones del escritorio y una hoja con unas anotaciones. Dejó pasar unos segundos de incómodo silencio y comenzó la entrevista.
—Por favor, ¿me dice su nombre completo y me deja un momento su DNI? Sólo es un mero formalismo, debo comprobar que es usted la persona que llamó para concertar la entrevista —le explicó de forma cortés manteniendo cierta distancia, mostrando en todo momento una actitud de superioridad que a Diana empezaba a no gustarle, como si quisiera suplir su juventud con una falsa autoridad.
Mi nombre es Diana Pinto Latorre…
—¿Puedes hablarme de tus estudios? —siguió preguntando—. Te trataré de tú, si no tienes inconveniente.
—No hay problema —respondió Diana dispuesta a relatarle brevemente sus años de universidad y los másteres que había cursado después de Licenciarse, hablaba con total naturalidad, muy segura de sí misma, de sus posibilidades y aptitudes.
—¿Trabajas actualmente?
—Sí… —Balbució; aquella pregunta la cogió por sorpresa, aquel repentino cambio de tema hizo que se pusiese en guardia
—¿Por qué quieres cambiar de trabajo? —le preguntó de forma incisiva y directa.
Se tomó unos segundos antes de contestar, tomo aire y le relató unas razones que podrían parecer banales e intrascendentes, prefirió callarse las verdaderas, no era necesario dar explicaciones, y los motivos esgrimidos le parecieron convincentes.
El hombre revolvió en la carpeta como si no encontrase lo que estaba buscando y sacó su currículo, le echó un vistazo por encima, lo dejó boca abajo sobre la mesa, se arrellanó en el sillón, sujetándose la barbilla con una mano y sin más le espetó a bocajarro con una sonrisa maliciosa dibujada en su boca:
—Bueno, ¿y qué más? No te lo voy a hacer yo todo, cielo…
«¿Cielo? ¿De repente hemos vuelto al siglo pasado?». A Diana se le encendieron todas las alarmas, tenía el presentimiento de que aquello no acabaría bien y que lo que aquel hombrecillo engreído y pagado de sí mismo iba a proponerle no le gustaría nada.
—…Venga, véndete un poquito, ¿no? A ver que me ofreces… Ponme más cachondo de lo que ya estoy…
—¿Perdona? —no daba crédito a las palabras que habían salido de la boca de aquel cretino.
—¿No tienes nada más que ofrecer que estar así de buena —hizo un gesto como si estuviese mostrando una propiedad—, y saber usar esa boquita tan bonita?
—¿Disculpa? ¿Qué me estás diciendo?—profirió atónita intentando reaccionar, aquello era lo último que esperaba oír allí.
La impresión que le causó el tipo babeando aquellas palabras la dejó fuera de juego durante unos segundos, los que tardó en poner en orden sus ideas y hacer acopio del descaro suficiente para levantarse, recoger su bolso y contestarle sin cortarse un pelo:
—No sé si mi «boquita» —hizo el signo de las comillas con rabia— es bonita o fea, pero ojalá que la próxima mujer que entre en esta sala tenga la fuerza suficiente para romperte la tuya a patadas, niñato cabrón de mierda…
—¡Huy, como se pone la gatita! —farfulló más encendido aún, desnudándola con la mirada, relamiéndose y frotándose las manos acariciando su entrepierna por encima del pantalón—. ¡Cómo me pones…!
—¡Gilipollas! —le espetó arrastrando las sílabas con total desprecio—. Gracias por hacerme perder el tiempo… 
Lo dejó con la palabra en la boca y la mano sobre el miembro. Dio un portazo que estuvo a punto de reventar todas las cristaleras de la oficina.
—Será hijo de puta el tío… —le gritó desde el pasillo ante la atónita mirada de los demás trabajadores que se encontraban allí. Continuó despotricando mientras abandonaba aquel lugar.
No esperó al ascensor, bajó por las escaleras y desapareció lo más rápido que pudo. Sólo pensar en aquel impresentable del género humano le producía arcadas. Y seguro que el muy capullo, aquella misma noche, presumiría ante sus amigos tomándose unas cervezas con ellos que se la había tirado.
Después de casi una hora deambulando por las calles, intentando darle sentido a lo ocurrido, pensando que no había sido más que una pesadilla, se fue a casa. Aquel ladino la hizo sentirse como una prostituta, nunca le había pasado algo parecido, necesitaba contárselo a alguien, pensó en Alberto, su compañero de trabajo, pero desistió de esa idea y encendió su portátil para llamar por Skype a Selene, una de sus mejores amigas. Las lágrimas asomaban por sus ojos emborronando el maquillaje y dejando grotescos surcos en sus mejillas. Pulsó el botón de llamada, pero después del sexto tono cortó sin que su amiga contestase.
Lloró amargamente frente al espejo. Lloró por la oportunidad que perdió de patear la cara de aquel baboso. Lloró por la zafia escena del metro. Lloró por la incomprensión de aquella sociedad que no entendía la manera de vivir que había escogido. Lloró porque no quería acostumbrarse a aquellas situaciones. Lloró con un odio voraz hacia los hombres…
En soledad, llora, sencillamente llora…


En la mitología griega, Selene es una antigua diosa lunar que comienza su viaje a través del cielo cuando la noche cae sobre la tierra.

Selene aguarda sentada en un banco del parque no sabe muy bien a qué o a quién. La tarde se ha quedado fresca. Hace tiempo que su decisión sobre cómo quiere disfruta la vida no la deja respirar tranquila.
No es porque no esté convencida de ello, ser la más joven de seis hermanos ayuda bastante, pero no es la razón principal. Es su manera de vivir y nada ni nadie debería cambiarla.
Se refugia en el parque que, de pasar tantos momentos en él, forma parte de su entorno familiar, acaba de comer con su madre. Nunca se había sentido la soledad tan de cerca como hoy. Se protege de sus vecinos, de la gente de su barrio que la conocen desde que nació y que no tienen mejores cosas que hacer que meter las narices en los asuntos de los demás.
Ha vuelto a discutir con ella por enésima vez y empieza a estar harta del mismo tema día tras día. «¿Acaso no pueden discutir de otras cosas?», piensa. En aquel retiro decide poner tierra de por medio con su familia, sólo lo lamenta por su hermano, Alberto; él es el único que la entiende, está hecho de otra pasta, no parecen hermanos, ni hijos de la misma madre, a veces se imagina que fueron adoptados. Bichos raros en una sociedad llena de prejuicios. «¿Por qué la gente no se mete en sus asuntos y me deja vivir mi vida a mi manera? Como cantaba Frank Sinatra», piensa. La respuesta siempre es la misma: «gente amargada, prisioneros de su propia existencia, viviendo la de los demás, que parece que les guste más».
—Ay, Seli —odia cuando su madre la llama así—, hija, ¿cuándo me harás abuela? No sabes cuánto lo deseo
—¡Nunca, mamá, nunca! —siempre la misma respuesta zanja la discusión—. Y no insistas más, por favor. —lo que más le jode es que emplee el chantaje emocional con ella.
Siempre lo ha tenido claro, no es una decisión de última hora, no la acaba de tomar. Lo sabe casi desde que tuvo uso de razón y criterio propio.
Deja que la suave brisa acaricie a su rostro mientras mantiene los ojos cerrados y deja que su pensamiento vuele muy lejos de allí. Le suena el móvil y el sonido la saca del trance en el que está sumida. Es una vídeo llamada de Diana. Podría hablar con ella, siempre la escucha y en la mayoría de los casos es la que mejor la entiende. «Si fuese tan guapa como ella seguro que nadie se cuestionaría ninguna de mis decisiones». Duda si contestar hasta que el teléfono deja de sonar.
—Que no, mamá, que no me pasa nada. Ni tengo problemas físicos que me impidan tener hijos ni tampoco psicológicos, es mucho más sencillo que todo eso; ya te lo he explicado cientos de veces pero parece que no me escuchas.
—Si es por dinero, yo…
—Que no, ¿Cuántas veces he de decírtelo?
—Entonces seguro que es culpa de ese novio tuyo
—¡Tampoco es eso! Mamá, no continúes por ahí, que sabes cómo acabará esto —la conversación cambia de tono porque llegados a ese punto, Selene ya está bastante alterada.
De tanto repetirse la misma discusión, la tiene anulada y cansada; por eso últimamente sus visitas son escasas, breves y cada vez más espaciadas. En cuanto su madre comienza la retahíla de reproches, recoge sus cosas y se larga. No contesta a la mayoría de sus llamadas porque sabe cómo acaban. Y así un día tras otro, lo que le produce un cansancio infinito.
Poco a poco el parque se va llenando de niños de todas las edades. No está allí para convencerse de que hace lo correcto, ni para flagelarse, ni tampoco es una terapia masoquista, no sabe muy bien por qué está allí.
—¡Hola! —la saluda un niño que se ha acercado al banco y sin pensarlo se ha sentado a su lado, balancea las piernas porque no le llegan los pies al suelo.
—Hola, guapetón —responde Selene entre divertida y sorprendida por el desparpajo del pequeño.
—¿Estás sola?
—¿Y tú, pequeñajo?
—¿No sabes que no se responde a una pregunta con otra?
—¿Sí? ¿Quién te ha dicho eso?
—Lo has hecho otra vez —el niño tapa su traviesa sonrisa con la mano—. Lo dice mi mamá.
—Tu mamá es muy lista…
—La que más —dijo el chiquillo lleno de orgullo.
No tiene por qué continuar allí pero aquel niño le hace gracia, le cae simpático y aguanta el infantil interrogatorio. No tiene nada mejor que hacer.
—¿Por qué estás aquí sola?
—Porque me gusta —respondió con brusquedad, de repente ya no le parecía tan simpático y las preguntas le empezaban a molestar.
—Eres un poco rara, ¿te gusta estar así? —volvió a preguntarle sonriendo.
—¿Tú crees?
—Lo has hecho otra vez…
—¿Qué he hecho otra vez? —le interpeló elevando la voz
—Responder con una pregunta. —Pensó un instante y contestó—: Sí, me pareces un poco rara.
—¿Y tú? Tú pareces muy normal, ¿quién está peor? —era consciente de que no entendería su sarcasmo, pero quería cortar aquella conversación de besugos que no la llevaba a ningún lado.
—¡Siempre estarás sola, nadie te querrá jamás! —gritó.
—Esa mamá tan lista que tienes… —guardó silencio un instante antes de preguntarle—: ¿Nunca te dijo que no debes hablar con desconocidos? Vete ya a jugar y déjame tranquila.
Las palabras del crío la hirieron, habían tocado su línea de flotación, pero no podía dejar que unas simples palabras de un mocoso la afectasen. El niño se levantó tan rápido como había llegado, se volvió y le sacó la lengua. Selene le devolvió el gesto haciéndole una burla. Acto seguido cogió el móvil para llamar a su hermano, Alberto, y comunicarle lo que acababa de decidir, no había vuelta atrás.
Después de escuchar varias veces al tono de señal, saltó el buzón de voz.
—Alberto, no aguanto más, me voy, no sé cuándo ni cuánto tiempo ni a donde, pero me voy; necesito salir de aquí. No le digas nada a mamá, sólo quería que tú lo supieses.
Cortó la comunicación y se quedó mirando al vacío un rato antes de guardar el teléfono en el bolso. Se colocó las gafas de sol y se quedó sentada, en el banco mientras una lágrima asomaba por el rabillo del ojo. Llora porque quizás el niño tenía razón.
Llora siempre en silencio para que nadie la escuche, aunque sabe que nadie le presta atención mientras llora. Llora porque está harta de que la juzguen y hagan que se sienta culpable por la de vida que ha escogido. Llora por los prejuicios que todavía perduran en una sociedad hipócrita contra una mujer que no quiere tener hijos, como si su misión en este mundo fuese exclusivamente la maternidad. Llora porque tiene la sensación de que ni siquiera su pareja entiende su decisión, igual también es el momento de tomarse un respiro en su relación con él.
Llora, sencillamente, llora…


Con su llanto no muestran debilidad, su sufrimiento va más allá de la empatía. Son mujeres cuya fuerza no reside en su físico, sino en su interior; se encuentran entre nosotros, a nuestro alrededor. Son nuestras compañeras de trabajo, nuestras vecinas, amigas, hermanas, hijas, tías, nietas… son personas como tú y como yo, que no necesitan de nuestra compasión ni que las juzguemos por como encaran sus vidas; tan diferente de lo que se espera de ellas por salirse de los clichés preestablecidos. Al hacerlo no sabremos cómo son esas personas que seguro merece la pena conocerlas. Debemos respetar sus decisiones y apoyarlas sin falsos prejuicios. Detrás de cada una de ellas hay un ser humano, una historia personal, libran una batalla de la que no sabemos nada, a no ser que la escuchemos, cosa que a menudo, o casi nunca hacemos. No debemos juzgarlas sin saber nada de ellas.
Esas son las razones por las cuales Atenea, Ariadna, Casandra, Diana y Selene se hicieron amigas y se reúnen todos los viernes en el pub El Olimpo, allí se sienten como diosas y pueden sobrevivir en esta jungla urbana de seres humanos que atentan continuamente contra sus principios. Entre todas, levantan una coraza para protegerse de la sociedad –o tal vez debería decir suciedad– que las juzga.

Sexto relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

IMPORTANTE

Los textos e imágenes aquí publicados se encuentran debidamente registrados en la Unidad De Deposito Legal Y Propiedad Intelectual De A Xunta De Galicia.
Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

2 comentarios:

  1. Yo quiero una coraza para protegerme de la suciedad...
    Bravo!..
    Querido amigo.
    Desde ese lugar llamado infinito... Hay una princesa que te diría :
    Albert.. Me encantas.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, sin palabras me dejas... ¡cómo echamos de menos a esa princesa!
    y nos estaría tirando de las orejas si nos viese desanimados...

    ResponderEliminar

IMPORTANTE

Los textos e imágenes aquí publicados se encuentran debidamente registrados en la Unidad De Deposito Legal Y Propiedad Intelectual De A Xunta De Galicia.

Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.

Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente