La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

lunes, 30 de marzo de 2020

En silencio

Junio de 2018

Todo comenzó cómo empiezan las disputas siempre, una palabra mal sonante, un discurso con una palabra más alta que la otra, una interpretación errónea de los tiempos verbales poniendo un «digo donde dije Diego» o, como en este caso, por un silencio absoluto o una combinación de todos los factores que alteraron el producto y echaron por tierra la relación.
Nos conocimos en el tiempo perfecto de nuestras vidas, no sabía de ella ni la esperaba, ni ella a mí. Nos encontramos en aquella fiesta, rodeado de mis amigos y de un montón de desconocidos que parecían muy familiares para ella. Nos entendimos con una mirada sin comprender el ritmo con el que bailaban los demás. Una palabra y me gustaste en ese mismo instante; un gesto y te gusté al momento, o eso creí. El resto es historia.
Mucho antes de esto, todo era de color de rosa, bueno, no exactamente rosa, era del color que tienen los sueños cuando uno cree estar enamorado; rojo pasión, pero al final lo único rojo que quedó fue la sangre derramada. Sería mejor que no fuese tan dramático, sólo fluyeron ríos de lágrimas transparentes teñidas del maquillaje desdibujado.
Jamás imaginé, ni en mis más oscuros pensamientos, que llegásemos al punto de sentarnos a comer sin dirigirnos ni una mirada, ni tan siquiera una palabra, ni un saludo. Pero ahora somos de esa clase de parejas con el descaro suficiente y sin orgullo alguno de mostrarnos así.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin planearlo, al menos de forma consciente, pero día tras día cimentamos ese muro de silencio que ahora nos separa.
Éramos dos universitarios cuando nos conocimos, cuando nuestras mochilas estaban llenas de sueños, luchas, revoluciones, expectativas y, sobre todo, inseguridades ante lo que la vida nos podría deparar.
Decidimos dar un paso más y avanzar juntos, esfumándose las dudas iniciales que dejaron paso a la esperanza y convirtieron nuestra incipiente relación en una llama, la más brillante y ardiente del campus.
Llegó un momento en que no podíamos separarnos ni quitarnos las manos de encima, suena empalagoso, sí… pero así era y cuando ocurría, la sola idea de no estar juntos nos desquiciaba.
Sus ideas me cautivaban, me atraían como un campo magnético invisible que sólo nosotros podíamos ver. Para mí era inevitable admirarla, quererla, amarla… y yo estaba seguro de que ella sentía lo mismo por mí, nunca lo hablamos, era evidente que sobraban las palabras, ese fue nuestro primer error, tal vez temiésemos romper el silencio pronunciándolas, creerlo fue el segundo.
Acabamos la universidad y éramos la pareja perfecta, ella una experta en medicina y yo un maestro con mis ingenios mecánicos.
Henchidos de sueños y metas por conseguir, siempre juntos. Nos resultó fácil encontrar trabajo, eran otros tiempos, el mundo parecía esperar por nosotros, rendido a nuestros pies.
La vida nos sonreía con la mejor de sus caras, decidimos vivir juntos, con toda la ilusión que eso conlleva: elegir un apartamento, el sofá donde hablar, una mesa para la pequeña cocina donde compartir nuestro día a día, a quien invitar para compartir nuestras penas y nuestras alegrías, la cama donde nos amaríamos y, años más tarde nos ignoraríamos, aunque nunca llegamos a odiarnos.
Nos pasábamos los días dibujando sueños para luego concretarlos. El principal, era ser una pareja unida, ser dos en uno, sintiendo que el pasado nunca nos alcanzaría y que el futuro estaba al alcance de nuestras manos, olvidándonos de vivir el presente.
La vida se fue llenando de rutina, las facturas atestaban nuestro buzón, mis horarios en la oficina se alargaban mezclándose con sus interminables turnos en el hospital. Cuando nos encontrábamos sólo quedaba tiempo para un tierno abrazo de buenas noches –que ahora atesoro–, y dormir, pero no había descanso.
Qué lejos quedaban esas madrugadas en las que el amor parecía no tener límite, sólo el que imponía nuestra imaginación y nuestras ganas de más. Las duchas en las que por sorpresa te abrazaba por detrás y dejábamos que la lujuria resbalase por nuestros cuerpos desnudos hasta perderse por el desagüe. Las largas tardes de invierno compartiendo manta y reflexiones en el sofá con eternas promesas que luego incumplimos. Las cenas y su pie buscando mi excitación bajo la mesa, las caricias inesperadas y esos besos llenos de delirio en los que el tiempo parecía detenerse.
La monotonía fue ganando todas las partidas y el miedo a la soledad se fue colando entre nuestras sábanas atenazándonos el corazón.
Pero, a pesar de todo, decidimos continuar, en una huida hacia delante, sin mirar atrás, condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Nos fuimos encasillando en nuestros papeles, esos que tanto odiábamos, pero necesarios para mantener la llama encendida o, al menos, para intentar que no se extinguiese. Papeles ineludibles para que funcionase el hogar que por momentos se desmoronaba, evitar el conflicto del «hoy te toca a ti».
Abrimos la puerta a los vientos de las suposiciones sin decir ni una sola palabra y se adueñaron de nuestra existencia. Lo que suponíamos que al otro le incomodaba era en realidad el miedo a no amarlo suficiente. Todo lo que ella hacía era para lastimarme o lo que yo dejaba sin hacer era para provocarle. Incluso sospechábamos de los regalos, parecían ocultar infidelidades o errores. Pongo la mano en el fuego que nunca lo fui, pero desconfiaba de ella.
Los reproches se convirtieron en una rutina más y de ahí pasamos a los silencios y en ellos nos abandonamos.
Evitábamos hablar justificando que era para no lastimarnos más, y en esos silencios naufragaron nuestros sueños diluyéndose en un mar de dudas, llegando al punto en que intentábamos rescatar los sueños conjuntos que nos habían unido, pero ni siquiera recordábamos ya qué era lo que nos mantenía juntos.
Nos convertimos en auténticos desconocidos, expertos en ignorarnos. Su presencia me tranquilizaba, no necesitaba más. Su cuerpo junto al mío en la cama, sus pasos al llegar a casa buscando refugio en nuestro dormitorio, el ritmo del repiqueteo de las teclas cuando redactaba sus informes en el ordenador. Todos esos detalles me calmaban, sí, pero sin saber por qué, me dolían por igual hasta el punto de sentir pánico.
No sé si ella sentía lo mismo, nuestra conexión se había desvanecido, ni siquiera le pregunté si era así, había perdido el interés por lo que pudiese pensar. Muchas veces quise ponerme a su altura, alcanzarla y abrazarla, pero temía la indiferencia.
Alguna vez le había contado cómo me recordaba a mi madre, de la misma manera que llegaba del trabajo cansada y estresada. Siempre quería silencio y yo me volvía invisible entre mis juguetes. Me prometió que mientras estuviésemos juntos eso no volvería a pasar, pero también las promesas fueron cayendo en el pozo del olvido.
La amé incondicionalmente cuando me lo dijo, pero día tras día me sentía más etéreo, ahora sé que lo que no se rompe no puede ser reparado, evitábamos quebrar nuestra convivencia para no hacernos daño.
Ambos éramos conscientes de las heridas del otro, pero los dos eludíamos tocarlas para no desangrarnos más, y evitábamos curarlas por el miedo al dolor resultante. Sellamos la caja de los recuerdos, ya no nos hacían falta, fingimos ser la solución a nuestros problemas cotidianos en silencio, enfrentados con todo lo que nos unió alguna vez, y ahora… nos alejábamos cada día un poco más.
Lo que ayer nos conquistó, hoy es reproche y de ellos nació la indiferencia resuelta en ese silencio ensordecedor. El deseo de hacer sin planear ya no existe, se difuminó por sendas paralelas que no volvieron a confluir. Ahora todo ha de estar medido, estipulado y planeado de antemano, hasta el más ínfimo detalle, sin dejar espacio a la improvisación. Una vida en la que el deseo es por compromiso y se alivia con apatía.
Hoy, en la fiesta de cumpleaños de su hermana, he permanecido en silencio todo el tiempo hasta que su mirada se ha encontrado con la mía y ha estallado, el muro de silencio que habíamos levantado se desmorona en un momento con la explosión.
—No puedo continuar así —me dice fuera de lugar y los cimientos se tambalean ante nuestros amigos y familiares, sobre todo los míos, porque los suyos hace tiempo que colapsaron.
Trato de encajar el miedo al desamparo bebiendo con indiferencia un sorbo de mi copa y bajando la mirada. Intuyo que no hay vuelta atrás. No sé de donde saco arrestos para contestar con palabras que hace tiempo se almacenan en mi pensamiento:
—Yo tampoco —así de simple es mi respuesta, tanto como patética y desesperada—, pero no quiero perderte —provoco a tus lágrimas invitándolas a derramarse.
Pero se resisten a salir.
—Hace tiempo que nos hemos perdido mutuamente —disparas directo al corazón y nuestras almas se despedazan en mil fragmentos.
Un nudo atenaza mi garganta apagándose hasta hacerse el silencio. Me recompongo y saco fuerzas de donde no las tengo, aparento serenidad pero mi respuesta me delata:
—¿Quieres que nos vayamos? ¿Quieres que hablemos? —parezco desesperado, y de hecho, lo estoy. Tengo miedo, demasiado para encajar la respuesta que temo.
—No, pero quiero que tú sí.
Caminé solo hasta nuestra casa, la que construimos con mucha ilusión y tantos sueños que ahora navegan a la deriva en este mar de silencios.
Al día siguiente me despierto sin ganas de encontrarme con ella. Soy un cobarde, lo sé. Espero mientras se arregla para ir al hospital como cada día. Le iba a decir algo, pedir perdón, no sé… pero guardé silencio, observándola mientras me hacía el dormido.
Cuida todos los detalles mientras se mira en el espejo, intenta disimular las ojeras que remarcan sus ojos. El cabello, los matices de su piel, la silueta de su cuerpo. Un par de veces se alejó del espejo como tratando de entender los detalles que el tiempo ha cincelado en su cuerpo y que sólo una mujer entiende.
La vi hermosa, como antaño, como ayer, como siempre fue aunque lo había olvidado, como se olvidan las rutinas. Quizá no esté tan increíble como cuando nos conocimos; me quedé pensando en lo bien que el tiempo se había portado con ella.
También pensé en las veces que olvidé decirle lo maravillosa que era, y seguro que sigue siéndolo aunque hace demasiado tiempo que no me interesa comprobarlo. Se agrandó el silencio entre nosotros dando todo por supuesto.
Aquella mañana se fue a trabajar y yo sentí una gran añoranza en mi pecho, y en el alma una nostalgia que me recordaba a otra época y que no sentía desde entonces.
En aquel efímero momento apreciaba la fortuna que tenía, ella continuaba a mi lado pero duró lo que tardó en cerrar la puerta con un golpe seco y el silencio era ya tan intenso que mis gritos llamándola se ahogaron en él.
Fue la última vez que la vi antes de que ese silencio se hiciese cargo de mi existencia.

noveno relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

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Los textos e imágenes aquí publicados se encuentran debidamente registrados en la Unidad De Deposito Legal Y Propiedad Intelectual De A Xunta De Galicia.
Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

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