Febrero de 2018
A mis cincuenta y tantos años, ¿quién me lo iba a decir? Que estaría repartiendo comida italiana, montado en un ciclomotor destartalado y que apenas frena.
Pero la vida me ha colocado en esta posición, bueno, la vida no, pero no me voy a quejar de nuestros políticos, este no es el momento. Es curioso que después de tantos años tomando decisiones trascendentales para una empresa multinacional, ahora me encuentre en la calle, sin nada, casi con una mano detrás y otra delante, pero esa tampoco es la historia que quiero contar.
He tenido que reciclarme, como si fuese una botella de vidrio –¡que poco me gusta esa palabra si se usa para una persona!–. Este trabajo de repartidor es provisional, sencillo cuando te acostumbras al casco de la moto y a los improperios de algunos clientes que creen que el servicio y la comida son gratis. Además, puedo compaginarlo con los cursos de formación que tengo que hacer si no quiero perder mis derechos; por otro lado, las decisiones que he de tomar no son importantes, y eso es lo que necesito en estos momentos.
Me está sirviendo para conocer la condición humana, que en algunos casos me da la impresión de que la regalan. Por mi anterior trabajo ya tenía un catálogo de personas que existen en nuestra sociedad, en parte de ella, pero no era muy completo, ahora no dejan de sorprenderme; hay gente de lo más variopinto, con el tiempo sabes qué clientes dejarán propina y con cuáles tendrás que discutir hasta el precio de lo que han pedido. Esas son algunas de las «trascendentales» decisiones que debo tomar en este trabajo pero que no me quitan el sueño, si anotar ciertos pedidos o no y en definitiva si llevarlos a según qué casa, porque ya no estoy para aguantar las tonterías ni las excusas inverosímiles e increíbles que algunos son capaces de inventarse con tal de no dejar una propina, pero eso quizá dé para otra historia.
Excusas que son innecesarias, yo no quiero ni necesito sus propinas, pero es el hecho de cómo te tratan lo que me da coraje. Dan pie a cantidad de anécdotas, unas veces graciosas y otras no tanto. A decir verdad me hacen reflexionar bastante.
Sin ir más lejos, hace unos días tuve que atender un pedido muy extraño pero como alguien me dijo una vez: «no hay pedido pequeño ni cliente insignificante». Se trataba de llevar una pizza pequeña de queso, la más económica, hasta un piso en las afueras, aunque dentro de los límites de reparto asignados a nuestra franquicia.
A medida que me aproximo, me resultan más familiares las fachadas de los inmuebles de la zona. Al que me dirijo en concreto tiene una apariencia de lo más normal, sin pretensiones; de construcción bastante reciente, justo de esos que se salvaron de quedarse en el esqueleto de su estructura por los pelos cuando estalló la burbuja inmobiliaria o de quedar deshabitados, lo sé porque es uno de los últimos que yo dirigí su edificación para una constructora que se arruinó empeñada en acabarlo.
Me respondió la voz de un niño cuando llamé al telefonillo. Algo en mi interior me alertó de que no sería una entrega normal.
Cuando me abrieron la puerta del piso, no pude por menos que preocuparme al comprobar el caos reinante en aquel hogar.
—Tienes que disculpar el desorden —trató de justificarse un hombre que aparentaba poco más de cuarenta años desbordado por la situación. Pero, ¿quién era yo para juzgarle?
—No se preocupe —respondí—. Aquí tiene su pizza, son cinco euros con cincuenta, por favor.
—Espera un momento, enseguida vuelvo.
Mientras desapareció en el interior del piso, supuestamente para ir a por el dinero, empujé un poco la puerta hasta que al fondo del recibidor pude ver a través de la puerta de la cocina; en ella esperaban hambrientos, tres niños y al lado de la mesa, había un bebé que no tendría más de seis meses, sentado en una pequeña silla.
El hombre regresó para pagarme la pizza, no podía esconder el sentimiento de culpa y vergüenza, su cara era todo un poema; no podía imaginarme que la causa no era otra que la de no poder darme más que un euro de propina. Era mucho más de lo que otros dejan, su orgullo, su dignidad y su buena educación parecían dictarle que aquello era lo correcto.
Traté de disuadirle diciéndole que no era necesario, que no tenía que darme propina alguna, pero insistió tanto que me di por vencido y se lo agradecí de todo corazón.
Sentí una honda tristeza al contemplar aquella escena. Una familia de cinco miembros, posiblemente seis, ya que no conseguí ver a la madre de los pequeños, que iban a compartir aquella ridícula pizza para celebrar así el cumpleaños del que parecía el mayor de los cuatro críos.
—Se lo había prometido —me explicó el hombre con cierta pesadumbre sin que yo se lo preguntase—, siempre trato de cumplir lo que les prometo…
Los niños aguardaban impacientes a que yo me fuese, a pesar de ser una celebración no parecían muy alegres, pero tampoco estaban tristes, revestidos de un halo de conformismo, como si supiesen que ese era el lugar en el que les corresponde vivir en esta ignominiosa sociedad con callada complacencia.
Debe ser que tengo cara de sacerdote o tal vez de psicólogo porque aquel hombre me contó en un momento sus desdichas, cómo la vida le había quitado más de lo que le había dado, colocándolo en una ridícula balanza de injusticia social. Me contó cómo había perdido su trabajo por una lesión en la espalda que no conseguía curar –y yo pensando en mis dolores reumatoides–, y como su compañera, la madre de las criaturas, había tenido que buscar un trabajo con el que mantener a la familia, y pasaba fuera de casa prácticamente todo el día para reunir una miseria que apenas les llegaba para pagar las facturas y poco más. También me explicó como había arrancado los radiadores para que los niños no los encendiesen, era un lujo que no se podía permitir a pesar de que el invierno estaba siendo muy duro ese año y los pequeños se empeñaban en utilizarlos, ni siquiera podía permitirse la pequeña pizza que habían encargado.
«A poco que miras a tu alrededor siempre hay quien está peor que tú», pensé para mí.
Aquella imagen de pobreza invisible en un supuesto país rico –eso es lo que nos venden nuestros políticos–, me dejó confundido y me llegó a lo más profundo de mi corazón partiéndome el alma en mil pedazos.
Mientras me dirigía de nuevo al ascensor para regresar, antes de que cerrase la puerta, escuché a los niños como celebraban el minúsculo banquete que se iban a dar en ausencia de su madre aquella noche.
Dejé el inmueble sin mirar atrás, después de aquel encargo acababa mi turno de trabajo y aquella imagen de miseria me acompañó durante todo el trayecto de vuelta; en mi cabeza resonaban las disculpas de aquel hombre por no poder darme una propina mayor; los gritos de los niños por aquel improvisado y escueto banquete fuera de presupuesto y que podría suponer que aquel mes fuese más ajustado aún.
Llegué a la pizzería y en un arrebato le encargue a mi compañera de turno que preparase dos pizzas grandes, un par de raciones de pechugas de pollo rebozadas con otras tantas de patatas fritas y unas salchipapas además de una pequeña tarta. Cogí unos cuantos refrescos y algunas botellas de agua y pagué todo.
Me monté de nuevo en la motocicleta para volver a aquella casa.
Cuando llamé al portero automático, el hombre se extrañó que estuviese de vuelta otra vez; pero su sorpresa fue mayor cuando al abrirme la puerta vio todo lo que llevaba.
—Creo que te has confundido, ya nos trajiste el pedido hace un rato —me dijo.
—No se preocupe, no me he equivocado —respondí.
En aquel momento estuvo a punto de echarse a llorar, los ojos le brillaban como si de repente hubiese recobrado la fe en el ser humano, como si los milagros existiesen. No hacía más que darme las gracias mientras yo le restaba importancia, realmente no la tiene, creo que hice lo correcto.
—En cuanto tenga dinero, te lo pago todo —se ofreció en un arrebato de culpabilidad.
—Compañero, no lo he hecho para eso —respondí—, disfrútalo con tus pequeños, no es mucho…
—Sí que lo es —me interrumpió—, es mucho más de lo que crees…
—…Al menos podréis celebrar el cumpleaños del niño como dios manda sin que tengas que preocuparte por nada. Y toma, a la pizza pequeña también invito yo. —Le puse un billete de veinte euros en la mano—, ojalá pudiese darte más...
Me abrazó en agradecimiento, esa fue la mejor propina que he recibido en mi vida, eso y que los niños pudiesen disfrutar de aquel pequeño banquete. Antes de que intentase devolverme el billete y de que los críos se diesen cuenta de lo que estaba ocurriendo allí, me fui sin mirar atrás, aquella no era mi celebración, pero yo sabía que había hecho lo correcto. No soy ningún héroe, cualquiera hubiese hecho lo mismo, ¿verdad? Cada día intento convencerme de que así es. Sólo soy un ser humano que se preocupa por otros seres humanos olvidados por este despiadado y cruel sistema.
Aunque sabía que mi gesto no mejoraría su delicada situación económica, en el fondo tenía la esperanza de que aquellos niños aprendiesen que cuando somos generosos con otras personas, incluso aunque no nos lo podamos permitir como su padre hizo conmigo, a veces, sólo a veces, puede ocurrir un milagro.
Cuarto relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:
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