La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

martes, 17 de marzo de 2020

No vengas a verme

Enero de 2018 

Su hijo era el último defensa, no había nacido para delantero y eso le frustraba –los defensas no ganan tanto dinero–. El partido está muy reñido, faltan cinco minutos para que acabe el enfrentamiento, así se lo toma él, como si fuesen a la guerra cada fin de semana a combatir con
el enemigo. Una contienda donde sólo sobreviven los más duros, los más fuertes, los más valientes; los que no temen hacer todo lo que sea necesario para que el contrincante no pase. No se da cuenta de que no son más que niños, o sí se da cuenta y eso es más grave. Aquello forja el carácter de los hombres para enfrentarse a la vida. Es lo que buscan los cazatalentos, eso es lo que piensa en cuanto entra en el recinto deportivo. Tiene todas sus expectativas puestas en su hijo, «pero no ha nacido para delantero», se lamenta por enésima vez.
El delantero cae al suelo en el borde del área, la falta es evidente para todo el mundo excepto para él. Qué se creerá ese árbitro, un jovenzuelo de dieciocho años, que pita la falta y expulsa a su hijo después de mostrarle la tarjeta roja con vehemencia. Entra en una espiral de ira con la que intenta arrastrar a los demás padres sin éxito.
Llevaba la ira cargada desde las horas previas al encuentro como si fuese un fusil de asalto, en silencio visualizaba la victoria del equipo de su hijo. Desde hace tiempo nada tiene más importancia que el partido de los domingos por la mañana de su pequeño vástago, todo gira a su alrededor –a pesar de no ser delantero.
Ha depositado todas sus esperanzas en el pequeño Iker. Tiene la seguridad de que llegará muy alto en el mundo del fútbol. No cree en las estadísticas, piensa que están para ser ignoradas. Dicen que menos del uno por ciento llega a triunfar en el fútbol profesional, pero eso no le importa lo más mínimo, su hijo es especial, se lo ha dicho el entrenador, aunque no sea cierto, es lo que él ha querido entender.
—El chaval «tiene chispa» —le manifestó cuando nadie más escuchaba—, aunque no tiene lo que hay que tener para ser delantero.
«¡Qué sabrá este mamón! ¿Qué tiene que tener?», se preguntó con tal mal humor que estuvo a punto de partirle la cara de un puñetazo. Esa pregunta lo acompaña a cada partido, le hierve la sangre cada vez que recuerda lo que le dijo: «nunca será delantero».
Esas tres palabras fueron el detonante para que la quimera que se había inventado, llenase de contenido su vacía y hueca vida. Tenía una meta que impuso al niño para reflejar en él su mayor frustración, la de ver truncada sus aspiraciones deportivas por una maldita lesión de rodilla en su adolescencia, lo que le convirtió en un ser anodino y con una vida sin ninguna alternativa ni divertimento a parte del fútbol. Quería que su hijo fuese lo que él no consiguió, pero el plan del niño era otro, sólo quería divertirse con sus amigos jugando al balón.
La semana transcurre tensa en los entrenamientos del pequeño, en casa la cosa no mejora, el objetivo es llegar en perfecta forma al comienzo del partido, no importan ni los exámenes ni los deberes que tiene que entregar en clase. En su vida no hay mucho que destacar, se ha quedado en el paro hace tan sólo unas semanas. Para él los días pasan con más pena que gloria y su mujer «no ayuda», como él dice, en cualquier momento la manda a la mierda. Ha perdido todas sus amistades y su vida social se reduce a los entrenamientos y a los partidos del domingo por la mañana, en los que tiene puestas todas sus expectativas.
El hombre da pena, pero más pena da el chaval que sale de casa con tanta presión encima que tan sólo pensar en la idea de decepcionar a su padre, lo aterra.
Lo deja en la puerta del vestuario, las normas no le permiten el acceso, «siempre esas estúpidas normas», piensa, «¿cómo pretenden que le estimule si no estoy con él hasta el último momento? Ese entrenador de tres al cuarto no sabe cómo hacerlo». A regañadientes lo acata, pero nunca ha sido de respetar reglas, su hijo es lo único que importa, es el mejor del mundo… a pesar de no haber nacido para delantero.
Blasfemando entre dientes accede a la grada donde los demás padres esperan que dé comienzo el partido. Nada hace suponer que se trata de un partido fundamental, quizás el más importante de la temporada. Se sienta apartado del resto, ambas aficiones se entremezclan en un clima de respeto mutuo y distendido, incluso charlan animadamente entre ellos; «lo de menos es el resultado, lo que importa es que se diviertan y hagan deporte». Él no piensa se esa manera, y desde su atalaya los mira con desdén. Los otros padres ya conocen su temperamento, «¿pero quién se pensará que es?», cuchichean algunas madres alejándose lo más posible de él; aunque lo intentase, nadie se sentaría  a su lado, el último que lo hizo acabó con la nariz rota. Pero a él no le importa nada. Desde donde se ha colocado su hijo puede escuchar perfectamente sus órdenes y sus gritos si es que se le ocurre cometer algún error a la hora de defender; ese es el problema, que no ha nacido para ser delantero.
Está hecho un manojo de nervios, no entiende como los demás padres están tan tranquilos, en los momentos previos al comienzo, él es incapaz de estarlo. Se siente como un león enjaulado, dando pasos cortos y medidos; al atisbo de que su entrenador cometa un error. Se sienta y se pone de pie para volver a sentarse esperando el pitido inicial, sabe muy bien cuál es su presa y como acecharla. Los minutos parecen no discurrir y cuando empieza el partido cabalgan sin que se dé cuenta.
Mientras espera en la soledad, fruto del muro que ha construido con su comportamiento, se concentra, busca, oteando el graderío a diestro y siniestro, al enemigo. Sí, para él son enemigos, incluso los de su propio equipo, no sería la primera vez que le llaman la atención, pero, ¿qué sabrán ellos? No permitirá que le digan que no se involucra en el desarrollo de su hijo.
—Entrenador, más te vale que pongas a mi hijo todo el partido, esta panda de inútiles dependen de él —le grita al hombre que lleva las riendas del equipo, un hombre curtido por los muchos años de experiencia es ese mundillo, desde que era un joven futbolista, y ahora que ya peina canas, como el «míster» de un club infantil. Opta por ignorarle, a él y los de su calaña, ya los tiene bien calados. Levanta el brazo y asiente con ademán de darle la razón como a un loco.
Busca y busca, desea encontrar a alguien de su raza; alguien que como él, busque defender a toda costa, caiga quien caiga, todo lo que haga su hijo para evitarle los traumas de enfrentarse a la vida. Alguien con quien discutir de lo que verdaderamente importa, él no está allí para pasarlo bien.
El equipo salta al terreno de juego, los nervios están a flor de piel, al menos los suyos; por eso se cabrea cuando ve a los niños que están tan tranquilos, van allí a pasárselo bien; todos excepto su hijo, que otea de reojo la grada buscándole sin que se le note, quiere saber dónde está su padre para alejarse de él, de sus gritos que, domingo tras domingo, lo avergüenzan, sintiéndose poco valorado por él. ¡Cómo desearía que se quedase en casa y no lo amedrentase con sus improperios!
Él se pone de pie en la grada, comienza a gritar tratando de llamar su atención sin éxito, el crío está a lo suyo, hablando con sus compañeros, con sus amigos, que verdaderamente lo apoyan a pesar de su cruz, ríen mientras realizan los primeros estiramientos para calentar los músculos.
—¡Vamos a por ellos! ¡Oe, oe, oe! —grita bien fuerte para que retumbe todo el campo—. ¡Con fuerza! ¡No hay amigos ni hacemos prisioneros! —insiste en sus alaridos—, hijo, hoy hay que darlo todo…
El resto de los padres lo observan con escepticismo, perplejos, como quien mira a un loco desde la distancia, realmente le tienen miedo, aunque sería más correcto decir pánico. Lo conocen bien y saben lo que es capaz de hacer por su hijo, hasta dejarlo en ridículo, por eso no le hacen caso, por eso lo rechazan, por eso se sienta apartado, por eso no habla con nadie si no es con gritos, con gestos feos o con los puños.
El equipo contrario también sale al campo, ahora lo recuerda bien de la primera vuelta, es el que tiene a una niña que juega de delantero, por eso no le dejan entrar en el vestuario, «¿pero qué se creerán, que soy un depravado?», piensa mientras comienzan a calentar. Tiene que contenerse para no gritar nada que pueda ser ofensivo para la niña, la última vez que la increpó casi acaba a puñetazos con su padre… «¿Será posible? Pero si es un juego de chicos, ¿qué pretenderá demostrar esa marimacho?», piensa divertido y sonríe con una especie de mueca, pero no tiene nadie con quien reír y compartir sus zafias bromas, aunque no le importa, él no es de mucho reír, ni de hablar con desconocidos.
Finalmente salta el árbitro, un chaval muy joven, debe tener unos dieciocho años. El partido está a punto de comenzar, la suerte está echada, «y nos mandan a este chavalito que no tiene ni puta idea». No hay descanso para los valientes, es lo que piensa el padre.
Comienza el juego, el partido es disputado y su hijo lo está haciendo muy bien aunque parece que finalmente acabarán empatando a cero.
Cada vez que aquella niña coge el balón y se enfrenta a su vástago algo rebulle dentro de él, y esa tensión que le provoca, hace aflorar por momentos su verdadera condición, esa que siempre esconde, porque hay que ser políticamente correcto, «¡vaya chorrada!», pero es tan cobarde que se lo calla para él.
Todo el mundo a su alrededor está relajado, pasándoselo bien, disfrutando de un partido disputado e interesante, pero nada más, ¡si sólo tienen diez años! «¿Dónde se cree que va a llegar su hijo?», piensa más de una madre que no hace más que aplaudir y animar a todo el equipo. Pero él sólo anima a su pequeño guerrero que pronto llegará a la primera división –a pesar de ser sólo defensa, los defensas no ganan tanto dinero–. Le sacará de su mísera y anodina vida.
Él continúa en tensión, esa tensión que agarrota sus músculos y quiebra su subconsciente y le hace gritar. Lo hace desde lo más profundo de sus entrañas:
—¡Que no pase, es sólo una niña! —grita como un poseso—, ¡No puedes dejar que una niña te gane al fútbol!
Parece que el silencio ha hecho que sus gritos hagan retumbar los cimientos de la grada, todos los espectadores se quedan con él, incluso los entrenadores, y el árbitro lo mira de reojo. En el campo el niño «hace su trabajo» lo mejor que puede por no decepcionar a su padre. La niña no puede regatearle esta vez pero lo volverá a intentar. 
Es el último defensa, se enfrenta al delantero de nuevo, esa niña no puede pasar –como dice su padre– y meter gol.
La patada contra la canillera de la niña resuena en todo el campo, se hace el silencio mientras el balón sigue su trayectoria pero el delantero queda tendido en el suelo, junto a él, el defensa que se incorpora casi como un resorte. La niña se retuerce de dolor sobre el césped, el silencio es absoluto, sólo se escuchan los gritos de dolor, el árbitro se acerca a la niña, su entrenador ha salido como un resorte del banquillo y se dirige también hacia ella, se teme lo peor. Al defensa le muestra la tarjeta roja directa que lo manda al vestuario antes de tiempo. La falta fue al borde del área, diez centímetros más y hubiese sido penalti, eso lo sabe el defensa cuando hace bien su trabajo. Cabizbajo y arrepentido de como lo ha hecho abandona el campo en dirección al vestuario. No dirige ni una sola mirada al graderío, por dentro lo único que siente es vergüenza.
—¡Árbitro! ¿Qué coño pitas? —se le oye gritar fuera se sí—. ¡Si no la ha tocado! ¡Serás hijo de la gran puta! ¡Maldito pendejo de mierda! —Se va creciendo por momentos. Uno tras otro, los insultos irrumpen rasgando el silencio, se siente fuerte, se mezclan entre los llantos de la niña que también abandona el campo ayudada por su entrenador que la coge en brazos. No tiene buena pinta, su canilla parece quebrada por la mitad.
Pero él se reactiva con cada improperio, sigue con su letanía, enfrentándose a todo el mundo, pero todo ese mundo del que él no es participe, le da la espalda, sienten vergüenza ajena; no sería la primera vez que inicia una pelea en un campo de fútbol infantil y quieren evitarlo a toda costa.
Hoy no merece la pena liarla, su hijo ya no está presente, ya no puede avergonzarlo aunque él crea que con aquellas peleas el niño le tendrá más respeto.
—Árbitro, tienes que graduarte la vista —continua gritando sin darle tregua—. Aún perderemos el partido por tu culpa, ¡Hijo de puta! ¡Cabrón! ¡Miserable! —Su instinto primario le vence y sigue vociferando, él continua aunque nadie le entre a trapo.
—¡Cómo perdamos, te partiré esa jeta de gilipollas! ¡Caranchoa! —Nadie le dice nada y su actitud cada vez es más amenazante.
El partido termina con la victoria del equipo contrario, pero nadie lo celebra ni nadie se cabrea por haber perdido. Nadie más que él.
Como un demente se dirige a la salida del campo para esperar a su hijo, y de paso a partirle la cara al árbitro.
El niño sale recién duchado y taciturno, con la cabeza gacha y una lágrima asomando de uno de sus ojos, siente vergüenza de su actuación, ni siquiera saluda a su padre y se introduce en el coche. Se resiste a llorar delante de él pero al final las lágrimas asoman en sus ojos; no puede evitarlo a pesar de lo que su padre le dice constantemente, «los niños nunca lloran, hacerlo es de cobardes, y nosotros no lo somos».
Esperan dentro del coche, comienza a llover copiosamente y se empañan los cristales, no se ve el exterior, sólo se intuye. El crío sólo quiere irse a casa.
—Papá, ¿por qué no nos vamos ya a casa?
—Y tú, ¿por qué cojones lloras ahora?
El niño no responde, incapaz de articular una palabra, sólo llora y gimotea.
—No será por qué te expulsaron, ¿verdad? Qué cabrón el árbitro, ¿eh? Ni siquiera tocaste a la «niñita esa, menuda señorita» —Recalcó con sorna las últimas cuatro palabras que pronunció, y repitió por enésima vez, tampoco es que su vocabulario diese para más—, cabrón de árbitro, valiente hijo de puta…
—No es eso, papá —gimoteó.
—¿Entonces? ¿A qué vienen esos lloriqueos? Los niños no lloran, ¿recuerdas?
—Lloro de vergüenza —respondió sollozando—. Sí que le di la patada, y muy fuerte, se la di con demasiada rabia…
—Qué va, hijo, ni la tocaste —insistió con socarronería sin escuchar al crío.
—Papá, ¿no te has enterado todavía que le rompí la pierna? —sin poder contenerse comenzó a llorar de nuevo.
—¡Qué no llores, hostia, no me seas nenaza! —le reprendió sin escuchar tan siquiera lo que le había dicho—. Ahora esperaremos a que salga ese arbitrucho de mierda que no tiene ni media torta, para decirle cuatro cosas con los puños y meterle su pito por el culo… —la carcajada que soltó sonó tan siniestra que el niño no sabía dónde meterse.
El hombre siguió soltando improperios intentando convencerse de que lo hacía por el bien del chico.
Después de unos minutos se hizo el silencio entre los dos y sin saber si su padre le escucharía, el niño aprovechó para decirle:
—Papá, no quiero que vengas a verme jamás.

Tercer relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

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Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto Lorente Lorente

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