La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

lunes, 16 de marzo de 2020

El Juez


Enero de 2018.

«…Supongamos que este relato se desarrolla en un país llamado Asipania. Supongamos que también ese país se compone de regiones y una de ella, llamada Talayún, quiere pedir su independencia. Supongamos que sus personajes son totalmente ficticios y que cualquier parecido con personas reales es coincidencia. Supongamos que… ¡Dejemos de suponer y leamos el relato…!»


Un murmullo creciente se adueñaba de la sala. Algo estaba a punto de suceder y hacía que el público asistente estuviese más excitado a cada segundo que transcurría. Ya no había vuelta atrás.
El juez mandó desalojar «su tribunal» debido a la fuerte disputa entre los acompañantes de los demandados y la familia de la supuesta víctima. Sí, de la víctima, porque después de lo que «su señoría» iba a sentenciar, la chica sería más víctima si cabe.
El magistrado asiste impávido a lo que está ocurriendo, está acostumbrado a ese tipo de desaguisados en la sala; no es un juez que se caracterice por impartir lo que se le presupone: justicia. Quizá por eso, recientemente, ha recibido una propuesta para incorporarse a la política en las filas del Partido Paralelo, el partido que en estos momentos está en el gobierno de su país.
El rumor se hace insoportable, hay una gran expectación por la sentencia. La causa ha tomado unos derroteros nunca vistos en procesos anteriores. Tal ha sido el alcance mediático que incluso ha afectado a su vida privada, y eso no le gusta nada, no es amigo de protagonismos y si que es muy celoso de su intimidad.
El juez se levanta malhumorado y abandona la sala durante el tiempo que dura el desalojo, no está nervioso, pero el bullicio le produce cierta tensión con la que no se siente cómodo. Mientras espera, masca chicle, hubiese preferido fumarse un cigarrillo, uno de esos que tiñen de podredumbre sus pulmones, pero allí dentro está prohibido y no será él quien se salte las normas. Sabe que está en el punto de mira y no quiere dar pábulo a cualquier periódico sensacionalista para que escarbe en sus asuntos, sabe bien como la prensa es capaz de revolver la basura para encontrar una noticia; aunque a estas alturas de su vida ya nada le saca los colores.
Una vez restablecida una calma llena de tensión, se dispone a volver a la sala. «Es una bendición que este sea mi último día como juez», pensó. Las conversaciones con el Partido paralelo(s) para ser incluido en sus listas en las próximas elecciones generales van por buen camino, y no parece que haya nada que pueda impedirle subir en su estatus social y laboral. Después de dictar la sentencia tiene una reunión con los miembros más importantes del partido para cerrar el acuerdo, al menos eso es lo que le han dicho.
La tensión se ha trasladado al exterior de los juzgados, pero eso ya es competencia de la Policía Nacional. Nadie es indiferente al caso que allí se dirime.
Los amigos y familiares de los acusados, en franca minoría, no paran de increpar e insultar a todos los que no piensan como ellos. Periodistas, fotógrafos, cámaras de televisión, todos son víctimas de sus exabruptos, al grito de: «Prensa manipuladora» o «Nos quieren condenar por algo que no hicimos»; y, «¡somos inocentes, nosotros somos las víctimas!» Se hacían oír por encima del resto de las personas que, expectantes, esperaban que se impartiese justicia y la condena fuese ejemplar para los cinco jóvenes acusados, esos que se autodenominaban «La Piara».
Pero él, en su condición de juez se mantenía ajeno a toda aquella algarabía. Había tomado partido y estaba absolutamente convencido de que su decisión era la correcta. Con paso lento y ceremonioso, pero firme, entró de nuevo en la sala del juzgado ahora prácticamente vacía. Aguardaban sólo los acusados con su abogado defensor y los abogados de la defensa. La víctima, que incapaz de afrontar todo aquel proceso y que únicamente en la jornada en la que fuera convocada por el juzgado para declarar había acudido a aquella sala, se ausentó ese día en el que el juez dictaría sentencia.
El proceso se había difundido tanto a través de los medios de comunicación, que resultó ser más mediático de lo que él esperaba y además muy duro, con el visionado de imágenes y las declaraciones, sobre todo de la supuesta víctima, como se empeñó en tratarla el juez durante las vistas. Tenía muy claro lo que iba a decir, también tenía claro que no haría nuevos amigos en aquella sala, nunca los había hecho y ese día no sería distinto.
La sala enmudeció ante su presencia. Tan sólo se escuchaba el repiqueteo de sus zapatos sobre el pavimento mientras se acercaba hasta el estrado. Se sentó, echó un vistazo a todos los presentes con desdén, casi con desprecio hacia todos aquellos pobres mortales. Ordenó los papeles una vez más sabiendo, mientras lo hacía, que sus palabras sentarían precedente. Habló de forma pausada.
—Buenos días a todos los presentes. —Cogió aire y después del cordial saludo, cambió el rictus de su cara por uno más severo y continuó hablando—. Este tribunal ha llegado a un veredicto tras haber valorado y dilucidado todos los testimonios, pruebas, exposición de los hechos y las conclusiones realizadas por parte de los peritos forenses. —Realizó otra pausa para dar mayor énfasis a sus palabras—. Debo aclarar antes de dictar esta sentencia que el caso ha sido muy complejo y ha resultado difícil para este tribunal llegar a este veredicto. Veredicto que será irrevocable y las posibilidades de recurso serán limitadas.
Permaneció callado mientras un ligero murmullo inundaba la sala. Los acusados sonreían convencidos de que habían ganado esta partida. Por su parte, los abogados de la acusación y el fiscal se miraban entre sí, conscientes de la debacle que estaba a punto de producirse.
El juez continuó hablando, su tono cada vez era más severo.
—Ruego a los acusados que se abstengan de hacer aspavientos y comentarios.
La sala quedó en silencio, la tensión era cada vez más palpable y se podía cortar. A medida que la sentencia iba tomando cuerpo se daba más cuenta de lo que estaba haciendo: vendiendo su alma al diablo, pero aun así continuó, no podía haber arrepentimiento, su vida ya había cambiado por completo desde el instante en que pactó con Satanás.
—De acuerdo con las pruebas aportadas por ambas partes en el caso que nos ocupa y a tenor de las mismas, en las que hemos podido comprobar la actitud de la demandante tras los hechos que aquí se han juzgado y que aparentemente no afectaron a su vida cotidiana después de lo «supuestamente acontecido…»
El rumor en la sala volvió a tomar partido en favor de los acusados.
—¡Silencio en la sala! —interpeló el juez a los presentes antes de continuar con su discurso—. Espero no tener que volver a repetirlo y no me interrumpan más o tendré que desalojar toda la sala.
Esperó unos segundos más hasta que se restableció el orden.
—Prosigo. La magnitud de los hechos no afectó a su rutina después de lo acontecido y se pudo comprobar cómo actuaba con total normalidad sin vislumbrarse signos de trauma alguno. Claramente quedó probada la promiscuidad de la que hacía gala la supuesta víctima el día de autos, así como su forma de vestir, tan provocativa que los acusados no pudieron resistirse a sus encantos, insinuados sin ningún pudor… —acabó la primera parte de su discurso alzando la voz y escupiendo con ira las palabras.
Ni los abogados de la acusación ni el fiscal daban crédito a lo que estaban escuchando de boca del juez, temiéndose lo peor. Por el contrario la defensa se regodeaba en su asiento mostrando la satisfacción por un trabajo, aunque asqueroso y repugnante, bien hecho. Acariciaban la posibilidad de que la libre absolución de sus defendidos estaba al alcance de su mano.
Si alguien observase el juicio desde otra perspectiva tendría la sensación de que a quien se juzgaba era a la chica en vez de a los violadores, «supuestos violadores», como se empeñaba el juez en denominarlos. En la sala, los dibujantes, que eran los únicos que podían inmortalizar el momento, se afanaban por plasmar sobre el papel aquellas miradas de estupor en contraposición a las de alegría contenida que mostraba la defensa. Los periodistas anotaban en sus cuadernos cada una de las palabras pronunciadas por el juez, ya pensaban en los titulares que mandarían a sus redacciones. Lo que estaba a punto de suceder tenía visos de ser una auténtica bomba informativa. Ahora la tensión se podía cortar y el ambiente empezaba a enrarecerse en la sala.
—…Y como ha quedado demostrado, su promiscuidad durante aquellos días de fiestas…
De repente el fiscal rompió el silencio levantándose de su asiento con grandes aspavientos.
—¡Protesto, señoría! Con sus prejuicios está juzgando a la chica, y le recuerdo que es a esa partida de animales depravados a quienes se juzga en este caso —dijo señalando con el dedo índice a los acusados—. A ellos, sólo a ellos es a los que tiene usted que juzgar, así que aténgase y no se…
El murmullo se convirtió en algarabía ante las palabras del letrado, el juez aporreó repetidamente su mazo contra la mesa tratando de que la situación no se le escapase de las manos.
—¡Silencio! —repitió el señor juez—, no ha lugar a la protesta. Estoy dictando sentencia. El letrado deberá abstenerse de realizar ningún comentario. Ha tenido tiempo suficiente durante la celebración del juicio.
—Pero señoría… —trató de insistir el letrado.
—¡Si-len-ci-o! —fue la respuesta del magistrado sin dejar lugar a la réplica—. Y si insiste, le acusaré de desacato a este tribunal.
El fiscal no podía creer lo que estaba sucediendo, la situación parecía cada vez más disparatada, sacada de un vodevil.
Entre el murmullo general que reinaba en la sala, a pesar de la contundencia de las palabras del magistrado por mantenerlo callado, el fiscal continuaba musitando sus protestas entre dientes con disimulados aspavientos mientras el juez continuaba con su particular representación.
—Deje de hacer el payaso, señor juez —increpó el letrado entre dientes.
El magistrado le dedicó una mirada furibunda que ya no intimidaba al fiscal, finalmente optó por acallar sus protestas, aquello no podía estar sucediendo de verdad.
—Proseguiré si el señor fiscal me lo permite —dijo con cierta sorna—. Debido a estas provocaciones, ahora los acusados se ven sometidos a la presión social y a un juicio paralelo fuera de estas insignes paredes…
—¡Que usted está mancillando! —masculló uno de los abogados de la víctima sin que ello intimidase al magistrado que pasó por alto el comentario.
—…Y que nunca se debió hacer, ni por parte de los medios de comunicación, ni de la sociedad en general. Dichos juicios han menoscabado el honor y la intimidad de estos jóvenes, que en la flor de la vida lo único que querían era divertirse sin causar mal alguno, quedando demostrado que su única falta fue la de robar el móvil de la chica que los denunció por agresión sexual. Es por ello que este tribunal declara «no culpables» del delito de violación a los cinco acusados aquí presentes al no quedar probada que la supuesta víctima no consintió en tener relaciones sexuales con ellos, comprobándose en las imágenes aportadas como prueba que esta no sufrió ni asco, ni dolor, ni sufrimiento.
Un enorme murmullo impidió que el juez continuase su discurso, que aún no lo había dado por concluido.
—Así mismo —prosiguió antes de que el rumor creciente acallase su voz—, declara al acusado José Manuel Guerra culpable de hurto por la sustracción del teléfono móvil y lo condena a seis meses de prisión…
—Tranquilo, no entrarás en prisión. Con una fianza y una multa, asunto zanjado —comentó uno de los abogados de la defensa con el acusado que acababa de nombrar el señor juez—, no te preocupes.
El juez le recriminó con la mirada. El letrado respondió con un ademán de pedir disculpas por su comportamiento.
—…Eludible con una fianza de tres mil euros, además deberá pagar una multa de mil doscientos cincuenta euros.
Dicho esto, golpeó con el mazo en su mesa y dio por terminada la comparecencia con un:
—¡Se levanta la sesión!
Recogió sus papeles entre el jaleo que se montó en la sala. Los periodistas compartían sus impresiones a gritos mientras abandonaban apresuradamente la sala en dirección a sus redacciones o buscando algún lugar desde donde contactar y ganar tiempo para dar aquel bombazo de noticia que nadie se esperaba… ¿o tal vez sí había alguien que se la esperaba?
Entretanto uno de los acusados se acercó al estrado para dirigirse al juez:
—Gracias, señoría, no se arrepentirá…
Su abogado le agarró por el hombro para llevárselo increpándolo por lo inapropiado de su acción, antes de que metiese la pata aún más y el juez se arrepintiese de lo que había hecho.

Tras recoger los papeles se dirigió a su despacho. Necesitaba salir de allí cuanto antes, sentía que le faltaba el aire; además tenía concertada aquella reunión con los representantes del Partido Paralelo para ultimar los flecos de su ascenso meteórico en la política. Ellos le insinuaron que la sentencia que acababa de dictar, era la más apropiada para sus aspiraciones; pero lo cierto era que él también estaba convencido de que así era.
Salió del edificio de los juzgados en su vehículo por la puerta trasera, escoltado discretamente por un coche de policía. No se detendría para hablar con los periodistas, no tenía por qué y no lo haría. No quería llegar tarde a su cita.
Cuando dejó atrás el revuelo que su sentencia había generado en el juzgado y ya estaba próximo al restaurante le pidió al chófer que fuese despacio, quería comprobar que ningún medio de comunicación merodeaba por la zona ni le esperaba a él o a las personas relevantes con las que iba a reunirse. Observó su móvil por última vez antes de ponerlo en modo avión para que ninguna llamada ni ningún mensaje le importunasen durante la reunión.
No tenía muy claro el motivo de la reunión pero intuía que sería necesario grabarla; nunca se sabe el valor que podría tener una grabación como aquella, debía guardarse las espaldas ante cualquier eventualidad que surgiese. En el bolsillo de su chaqueta guardaba una pequeña grabadora digital.
Ningún periodista esperaba a la puerta del lujoso restaurante que habían escogido para citarlo, el más exclusivo de la ciudad. Habían sido muy discretos para que todo se celebrase sin que llamase la atención.
Se apeó del vehículo, metió la mano izquierda en el bolsillo para cerciorarse una vez más que la grabadora seguía allí, trataría de colocarla de manera que pudiese captar toda la conversación.
De los asistentes al encuentro sólo conocía al vicesecretario del Partido Paralelo –A partir de ahora le llamaremos político Uno, o simplemente Uno–, y al portavoz en el congreso del mismo –a este personaje le denominaremos político Dos, o sencillamente, Dos–. Ambos compaginan estos cargos con el manejo de todos los hilos del estado, dicen las malas lenguas que ellos son quienes realmente dirigen el país.
El juez entró en el local, era algo más que un típico restaurante, un selecto club privado donde sólo pueden acceder personajes de alta alcurnia; y él acababa de subirse al tren que lleva directo al infierno, a ese último peldaño, el más complicado, el que le permitía alcanzar las cúspide de su carrera. Un servil camarero le dio la bienvenida y lo condujo al salón donde le esperaban desde hacía ya unos minutos; mientras avanzaban por intrincados pasillos, metió la mano en el bolsillo y palpó el pequeño botón que accionaba la grabadora; el sudor que le provocaba la situación se fundía con la máquina. «Alea jacta est, la suerte está echada», pensó.
La sala estaba decorada con pésimo gusto, pero seguro que cada objeto de la misma costaba una verdadera fortuna, muy por encima de su coste real. Una fastuosa araña iluminaba la estancia, además de un par de ventanas con cristales traslúcidos confiriéndole la apariencia de aquellos salones de los selectos clubes privados ingleses donde sólo accedían hombres y las mujeres tenían vetado su acceso. Los conocía bien porque los había frecuentado durante sus estancias en Londres. Clubes que todo el mundo sabía de su existencia pero al que sólo unos pocos tenían el privilegio de acceder como socios. Seguro que era donde se tomaban las decisiones más importantes que afectaban al resto de los mortales sin darles opción de discrepar, sólo acatar, obedecer y resignarse.
Un escalofrío recorrió su espalda, pensó en la sentencia que acababa de dictar, estaba convencido de que era la más apropiada, era lo que se esperaba de él en ese momento. Había entrado en la guarida del lobo y ya no había vuelta atrás, el diablo había llegado a la ciudad para cobrarse su deuda, su alma sería entregada a la casta política.
Los vio sentados en un acogedor rincón de la sala, en dos grandes y aparentemente cómodos butacones, conversando animadamente. Las carcajadas rompían el silencio como si destrozasen con cada una de ellas la vida de un triste mortal. Parecían auténticos dioses repartiéndose el cuerno de la abundancia con los frágiles pedazos de los hombres y mujeres de vida terrenal, sin darse cuenta que no eran más que unos tristes mortales mirando por encima del hombro a la sociedad que decían representar.
Desde donde se encontraba no escuchaba lo que decían, pero sin duda no podía ser nada bueno, parecían demonios repartiéndose el mundo sin importarle las consecuencias, ni siquiera para sus propios votantes.
Apretó la grabadora con su mano sudorosa y se acercó presto hacia ellos. Pulsó el botón de grabación. Uno de ellos se percató de su presencia y con un discreto gesto advirtió a su interlocutor de que ya había llegado; seguían con sus maquiavélicas sonrisas dibujadas en sus rostros. Ambos le dieron la bienvenida efusivamente.
—Enhorabuena, señor juez —le dijo Uno—, ha estado usted soberbio, claro que no esperábamos menos de usted, ha sido grandioso, lo hemos visto en las noticias.
Con un gesto firme y decidido le ofreció su mano para estrechársela, el juez le tendió la suya antes de pasársela disimuladamente por la chaqueta para limpiarse el sudor, no estaba bien que le tendiese la mano transpirando de aquella manera.
Se fundieron en un enérgico apretón de manos, más por parte del político que llegó incluso a hacerle daño; y para reafirmarlo también apretó con su mano izquierda la del juez. «Será su manera de marcar a sus víctimas», pensó sin perder la sonrisa impostada y afirmando:
—No hay de qué, es mi trabajo…
—Me encanta este hombre —le cortó el político—, es todo integridad…
Los tres rieron a mandíbula batiente aunque el juez no veía la gracia por ninguna parte. Se giró hacia el otro hombre y estrechó su mano también.
—Ha sido un deleite verlo por televisión, casi me corro de gusto —le interpeló Dos—. No sabe lo agradecidos que estamos en el partido, nos ha proporcionado semanas de distracción. Realmente se ha ganado su ingreso en nuestra hermandad por la puerta grande.
En ese momento, el juez solamente pensaba en que la grabadora estuviese realizando su trabajo.
—Bueno —contestó displicente—, no tienen nada que agradecer, esos chicos han sido castigados por la sociedad antes de ser juzgados, no merecían esa condena, ni el juicio mediático en el que se han visto envueltos. Fue la chica quien les provocó y consintió en las relaciones…
—¡Qué sí, hombre, qué sí! —le atajó Uno—, lo que usted piense está bien. Así ha sido más sencillo. Pero dejemos de hablar de trabajo, vamos a tomar una copa antes de comer —invitó el hombre.
Los tres se sentaron cómodamente en los butacones mientras pedían las consumiciones. El segundo político se dirigió de nuevo al magistrado:
—Esperaremos un poco porque es posible que se una a nosotros el presidente. Quiere conocerlo en persona y agradecerle personalmente lo que ha hecho por nosotros.
Durante unos minutos departieron sin ningún tema de especial relevancia para ninguno de ellos, también tenían familias de las que hablar y presumir. El juez de vez en cuando metía la mano en el bolsillo, solamente para comprobar que la pequeña grabadora seguía allí. Se levantó de repente y se excusó para ir al baño; pero en realidad quería comprobar que el pequeño artilugio funcionaba y estaba registrando todo.
Entró en el servicio; observó que un hombre se afanaba en lavarse las manos una y otra vez de forma compulsiva. Aquella conducta le resultó, cuando menos, curiosa, pero sobre todo desconcertante. De pronto aquel entorno se le volvió hostil y se introdujo en uno de los excusados del aseo, cerró la puerta con el pestillo y suspiró, aunque no aliviado, ni siquiera allí encerrado se sentía cómodo para realizar la comprobación. Miró en derredor desconfiado buscando alguna cámara oculta, pero no encontró nada que le hiciese sospechar que lo estaban grabando a él en aquel cuchitril.
Sin demora sacó la grabadora del bolsillo para comprobar que estaba funcionando, otra cosa sería la calidad de lo grabado. La volvió a introducir en el bolsillo, salió del reservado y se acicaló su pelo canoso. Salió con premura para no impacientar a los políticos.
Cuando regresó al salón, otra persona había ocupado su sillón. En cuanto uno de los políticos lo vio acercarse a la mesa hizo un leve gesto y los tres se levantaron. El juez estaba realmente sorprendido; efectivamente era el presidente del gobierno en persona. Le tendió la mano para saludarlo.
—Así que este es nuestro hombre del momento —dijo el presidente con ese marcado acento que le caracteriza—, el hombre que nos dará el tiempo suficiente para seguir destruyendo pruebas de…
—Así es —interrumpió Uno antes de que continuase hablando—, este es nuestro hombre.
—Encantado de conocerle al fin, señor presidente —saludó efusivamente el juez—, todo lo que sea por la causa…
—¿Por la causa? No hombre, no —respondió el presidente—, no hay ninguna causa, sólo se trata de continuar en el poder mientras seguimos saqueando las arcas públicas y jodiendo a los ciudadanos de este nuestro querido país, Asipania. 
Los otros dos políticos atajaron al presidente antes de que continuase hablando sin reparar en lo que estaba diciendo.
—Claro que sí, presidente, nos ayudará en nuestra causa, déjenos hablar a nosotros que ya apañamos todo.
—Se da cuenta, señor juez, me tratan como si fuese un muñeco de feria en sus manos, pero ¡soy el presidente de este país! —exclamó subiendo el tono de su discurso y alzando el dedo índice señalando al techo para ratificarse—, y me deben un respeto.
—Que sí, señor presidente —ambos políticos le dieron la razón al mismo tiempo ante la atónita mirada del juez—, es usted el mejor presidente de la historia de este país —sentenciaron como si el discurso fuese memorizado para aplacar a un niño a punto de coger una rabieta.
Los cuatro se sentaron y comenzaron a dialogar sobre lo ocurrido aquella mañana en el juzgado para tranquilizar al magistrado.
—No se preocupe, juez, tenemos nuestros métodos para hacer que esa niña se retracte de su denuncia y usted quede como un salvador ante la opinión pública —habló Dos—. El miedo es manipulable y nosotros somos expertos en crear situaciones de pánico.
—Cierto, el miedo es el arma más poderosa —corroboró Uno—, no hay nada más vulnerable que un ciudadano acojonado. —Su sonrisa era la de un ser abyecto y despreciable, acostumbrado a manejar la vida de los demás a su antojo—. Y al final de todo esto usted dejará de ser el señor juez para ser el ilustrísimo señor Ministro de Justicia… o de lo que sea —concluyó.
—Sin ninguna duda —reafirmó el presidente que parecía en estado catatónico ante la conversación—, es el presidente quien elige a los ministros y son los ministros los que quiere que sean el presidente, los ministros.
—Cállese señor presidente —le interrumpió Dos que parecía ser el que dirigía el partido político.
El juez escuchaba atentamente, pero lo qué más le sorprendió fue cuando dijo lo del «Señor Ministro de Justicia»; ¡qué bien sonaba! Se estaba dejando llevar, el diablo le mostraba sus cartas y todos los bienes terrenales tentándole, y él estaba cayendo en sus redes.
—Mientras se comente el caso, no se hablará de nuestras miserias que están quedando al aire. —Continuó hablando Uno sin ningún pudor—. Seguiremos escondiéndolas tras la bandera y el escudo y a los que nos acusen los tacharemos de antipatriotas; como ha ocurrido en Talayún, ¡independencias a nosotros, JA! Puede que nos cueste algún voto, pero ya los dábamos por perdidos. A ellos les costará su credibilidad y el puesto, y como sigan así, la cárcel o simplemente tendrán algún accidente o una muerte natural anticipada, no sería la primera vez.
El magistrado asistía atónito a la conversación, tomaba nota mental de cuantas barbaridades se decían allí, esperando que la grabadora estuviese haciendo lo mismo. Reía con ellos pero empezaba a sentir miedo, eran mucho más peligrosos de lo que creía.
—Entonces, todo lo que está ocurriendo…
—Cortinas de humo. Nos importan bien poco los talayunos, desde hace algún tiempo son un grano en el culo, pero gracias a ellos no se habla de nuestras injerencias ni de nuestros chanchullos, ni siquiera de la nueva batería de recortes sociales, laborales y económicos que estamos aprobando —contestó Dos mientras soltaba otra carcajada; sonaba tan diabólica que daba miedo—. Y lo de hoy, otra cortina de humo. Dime cuán grande es la mierda que has de tapar y te diré cuán grande es la guerra que hay que montar. Eso lo aprendimos del «president Trash» —recalcó poniendo acento americano—, cuando el presidente Ánade puso los pies sobre la mesa del despacho oval; aunque ya teníamos nuestros propios métodos, pero con los sociatas no había manera. Perdimos ocho años por culpa de los moros que montaron los atentados de los trenes, eso sí que se nos fue de las manos; pero le montamos una burbuja inmobiliaria que le estalló en las narices a ese presidente… ese capullo del que nadie se acuerda, ¿cómo se llamaba? —se dirigió al otro político.
—Zarandero.
—Sí, ese, le hicimos estallar la burbuja, el país entró en recesión y fuimos nosotros los que a base de esfuerzo —hizo el gesto del dinero frotando el dedo índice y el pulgar—, conseguimos sacar a este puto país de la crisis.
—Pero, si aún continúa —interrumpió ingenuamente el juez—, la crisis continúa…
—Claro que continúa, porque estamos manipulando cifras, datos, apelando al miedo de que vienen otra vez esos putos rojos —pausó un instante—, dentro de tres años, mayoría absoluta… y usted de Ministro de Justicia. Por la crisis no se preocupe, nos interesa que la gente crea que persiste, los ciudadanos de este país se han acostumbrado a tragar con todas estas mentiras y no salen a la calle por miedo, ¡SIEMPRE EL MIEDO! —recalcó—, el temor a ser apaleado por algunos de nuestros hooligans, los que hemos introducido en los cuerpos policiales y también en el ejército.
El presidente le observaba con la cara de aquel que no tiene poder de decisión y acepta decir lo que ellos quieren aunque en su fuero interno no esté de acuerdo... o sí.
El juez a su vez escrutaba su rostro tratando de encontrar el rastro, que se le presupone, de gran estadista pero en sus ojos sólo vio el mismo miedo del que hablaban los otros dos individuos. Esa aprensión no le permitía hablar, quizás para no meter la pata. Su cometido allí se restringía a legitimar todo lo que decían, pero cada vez veía más claro quiénes eran los responsables de todo.
—¿Qué tal si seguimos hablando mientras almorzamos? —sugirió Uno mientras se levantaba para dirigirse al comedor.
Todos aceptaron la sugerencia de buena gana y le siguieron sin dejar atrás sus copas.
Una vez que pidieron la carta y eligieron el menú iniciaron una charla intrascendente que continuó mientras los camareros servían la comida y ellos se acomodaban. Se cuidaban muy mucho de no hablar más de la cuenta delante de aquellos sirvientes, «los lacayos», como ellos los llamaban.
—Comprendo que esté usted desconcertado con todo esto, juez, pero le iremos poniendo al corriente de todo.
—No me coge de sorpresa —mintió el magistrado—, ya me temía que esto funcionase así.
—Somos cazadores, aunque sería más preciso decir depredadores; en este mundo los fuertes se aprovechan de los débiles y los poderosos lo hacemos de los fuertes. Nosotros somos muy poderosos —continuó hablando Dos, cada vez más desinhibido y con la lengua más suelta por la cantidad de alcohol que había bebido a juzgar por el aspecto colorado de su nariz, también por alguna sustancia de dudosa legalidad—. Nos merendamos a todo aquel que se cruza en nuestros intereses, ¿ha visto lo ocurrido con esos dos fiscales y el magistrado que juzgaban los casos de corrupción en la capital? Somos intocables, somos… dioses.
—¿Qué insinúa? —preguntó ingenuamente el juez—, ¿Qué no han sido accidentes?
—¡Ja, ja, ja! Coincidencias —carcajeó Uno sin ningún pudor y le guiñó un ojo—. Por supuesto que lo han sido, conocemos a gente que por un buen precio —hizo el gesto de las comillas—, hacen que parezca un accidente… o una muerte de lo más natural.
El juez introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta por enésima vez y apretó la grabadora aferrándose a ella como una tabla de salvación, o de redención; en su mente sólo pensaba que aquel artilugio estuviese funcionando. Sin saber muy bien dónde se estaba metiendo, aunque lo intuía, el desasosiego y sobre todo el miedo crecían en su interior.
—¿Quiere decir que…?
—Tranquilo, juez, usted es uno de los nuestros y confiamos en usted, no nos defraude y nosotros no le defraudaremos. No sería conveniente para usted rajarse en este momento…
—No, descuiden, no ocurrirá eso.
—Bien, porque no queremos que le suceda nada extraño…
—¡Viva el vino! —irrumpió el presidente en el silencio que se había creado mientras se servía otra copa.
—Sí, señor presidente, ¡viva! Pero cállese de una vez. —Dos le despreció haciéndole un gesto ostensible para que dejase de importunar, arrepentido de haberle invitado a aquella reunión.
Departieron sobre los temas más diversos poniendo al día de todos los asuntos de candente actualidad.
—…Por Talayún no se preocupe usted si nosotros no lo hacemos —relataba Uno, el vicesecretario del Partido Paralelo—, ese tema está en el punto que queremos. Mucho ruido para tapar nuestras miserias…
—No comprendo —respondió el magistrado.
—Sí, se lo explico de forma sencilla. Es como lo de su sentencia de esta mañana, pero un poco más a lo bestia. Ya nos hemos encargado de ello, igual nos cuesta algún voto allí, o incluso desaparecer pero tenemos una sucursal naranja para engañar a los votantes patriotas y todo está bajo control. Nunca hemos caído muy bien en esa comarca, ya lo dábamos por perdido, pero eso nos ha permitido amenazar a todo dios abusando de la ley, con el dichoso artículo 155 de la constitución, esa que todos votaron pensando que se había hecho con el consenso de todas las fuerzas políticas, hasta los putos rojos se lo creyeron.
—Me gustan los talayunos porque hacen cosas —interrumpió el presidente.
Los tres lo miraron, los dos políticos con signos de desaprobación en sus miradas y el juez sin saber cómo interpretar aquellas palabras.
—¿Qué le pasa? —se interesó el magistrado.
—Nada, que está borracho de poder —respondió Dos sin darle la mayor importancia—. Está rayado…
—¡Viva la cerveza! —volvió a repetir el presidente descontrolado—, ¡y el ron caribeño!.
—Que sí, señor presidente. Usted coma y calle. Déjenos a nosotros que nos encarguemos de todo. —Uno se dirigió de nuevo al juez.
—La verdad es que Talayún nos importa una mierda y los secesionistas, menos —susurró antes de continuar hablando para que el presidente no le escuchase—. Pero ahora los tenemos donde queríamos, suplicándonos dialogo. Hemos aplicado una ley que nadie comprende y que nosotros interpretamos a nuestro favor que dicho sea de paso, nos vale para tener a raya a todo Dios, a los que gobiernan otros y a los nuestros también, que hay mucho dirigente por ahí que tiene el valor de pensar por su cuenta. —Terminó con una sonora y fingida carcajada y continuó comiendo como si tal cosa.
El juez, estupefacto con lo que acababa de decir el político, empezaba a amoldarse a la situación y trataba de no opinar, dejaba que confiasen en él, hasta el momento estaba jugando muy bien sus cartas, pero le parecía increíble que siguiesen confiándole todos aquellos secretos. El silencio se le hizo eterno a pesar de que sólo duró nada más que un par de minutos.
—Y en cuanto a lo de hoy, que no le quite el sueño…
—No, tranquilo, no me lo quita, de verdad…
—Pues eso, este puto país es machista hasta el tuétano. Hasta nuestras mujeres los son, por mucho que se empeñen en decir lo contrario. Nosotros somos los que llevamos los pantalones y los que tenemos la sartén por el mango. De vez en cuando necesitamos recordárselo, como hoy, para que vuelvan al redil.
El juez dejó de prestarles atención, quería marcharse de aquel lugar antes de que aquello se desmadrase, le estaban entrando náuseas, y ellos seguían hablando y hablando sin parar.
—También somos capaces de convertirnos en héroes —Uno trató de volver a atraer su atención.
—¿Cómo dice? —respondió distraído el juez—, ¿a qué se refiere?
—Imagínese, las eléctricas nos reclaman una subida de tarifas del siete por ciento la electricidad para el próximo año, nosotros les animamos a que suelten la bomba de que la subida sea, pongamos, de un trece por ciento. La noticia indigna al ciudadano de a pie que pone el grito en el cielo; las asociaciones de consumidores protestan airadamente, también controladas por nosotros, y por último se recurre al gobierno para encontrar una solución. Conseguimos que la subida sea sólo de un cinco por ciento que es lo que realmente querían ellas y así nos convertimos en héroes y se incrementan los votos en las urnas de forma exponencial.
—Es increíble —respondió abrumado el magistrado.
—Y así con todo… —Uno siguió con su discurso—. Hasta con las pensiones. Les cuentas a los abueletes que si vienen los rojos, les quitarán las pensiones y ya han pasado tanta hambre que se lo creen… —rieron a mandíbula batiente.
—Y esos rojos de mierda —continuó Dos—, ya verás cuando volvamos a instaurar el servicio militar obligatorio, se les van a quitar todas las ganas de luchar por sus derechos cuando los metamos en la cárcel por putos insumisos. ¡MIEDO! Señor juez, de nuevo la sombra del miedo, los vamos a poner contra una pared y… —Puso las manos simulando que empuñaba dos pistolas y disparaba contra un blanco imaginario. 
El presidente, que ya parecía fuera de sus cabales intervino de nuevo:
—Somos sentimientos y tenemos seres humanos…
—¡Cállese de una puta vez! —le espetó Dos—. No diga ni una palabra más. Está totalmente beodo, nos deja en evidencia.
—Ni siquiera para decir que…
—¡Ya está bien! —contestó enérgicamente el político—, O se calla de una puta vez o le hacemos dimitir.
Los envolvió un tenso silencio, aquello se había ido de madre y parecía que era la única forma de pararlo; le pasaba cuando bebía demasiado. Uno de los dos políticos hizo chasquear los dedos y dos hombres vestidos de gris, escondidos tras unas enormes gafas de sol se acercaron al presidente y agarrándolo por las axilas lo levantaron de su asiento en contra de su voluntad, aunque esta ya hacía tiempo que la había perdido. Lo sacaron del restaurante medio a rastras por una puerta trasera.
—Ya no nos molestará más ese payaso… —dijo uno de ellos con tono despectivo.
—Yo, me tengo que ir ya, se me ha hecho muy tarde y me esperan en casa —dijo el magistrado tratando de disculparse.
—Pero hombre, no sea calzonazos; eso no es una excusa, no es tan tarde, somos jóvenes y ahora viene lo mejor. En el reservado nos esperan unas señoritas dispuestas a hacer todo lo necesario para alegrarnos la sobremesa…
—No… yo no… esto… estoy casado.
—Y nosotros también —contestó Uno guiñándole un ojo—, por la santa y apostólica Iglesia. Por eso no se preocupe, hombre, no sea así… no nos hará este feo, ¿verdad?
El juez se olía la encerrona, tenía que parar aquel descenso a las cloacas del poder como fuese; por ahí no estaba dispuesto a transigir y se empeñó en declinar la invitación. Necesitaba respirar, salir de aquel laberinto en el que se había metido de motu proprio. Para ser su primer encuentro oficial ya tenía suficiente. Metió la mano en el bolsillo para comprobar de nuevo que la pequeña grabadora seguía en su sitio. La apretó con fuerza y se levantó.
—No, no quiero hacerles el feo, de verdad, es muy tentador pero he de marcharme. Quizás en otra ocasión…
—Como usted quiera, juez, seguiremos en contacto.
Se despidió apresuradamente con dos apretones de manos y se dirigió hacia la salida. La corbata le oprimía la garganta, temió que de un momento a otro le faltase el aire y cayese en el suelo como un peso muerto lleno de metal; después de todo, había abierto una puerta en el báratro y negarles cualquier cosa a aquellos tipos era lo que podía acarrearle, que pareciese una muerte natural… o un accidente.


Mientras caminaba hacía su casa, trataba de asimilar todo lo que había ocurrido en el restaurante, en el juzgado, en su vida; tenía dudas, claro que las tenía, pero no lo suficientemente sólidas como para vacilar y dar un paso atrás y mucho menos después de lo acontecido al final de la comida. 
Pero a él no podían tocarle, no con la estrategia del miedo; con él no les funcionaría. ¿Qué era lo peor que podrían hacer para amedrentarle? ¿Matarle? Ya había vivido y sufrido lo suficiente durante su existencia como para que esos dos impresentables pudiesen conseguirlo. Ya lo había experimentado frente a un pelotón de fusilamiento en una fría mañana de octubre cuando rayaba el alba. Como la canción de Aute. El juez siempre recordaría aquel día, y como la proximidad del frío metal de los cañones habían cambiado sus convicciones frente a la política. Justo cuando el agonizante dictador daba sus últimas bocanadas de aire asistidas por aquel infame respirador que supuestamente daban paso a la libertad y a la democracia. Ahora se daba cuenta de la farsa que había sido aquella transición y que habían vivido y vivían en una dictadura disfrazada de democracia. Se había prometido que aquella mañana sería la última que sentiría miedo y lo había conseguido hasta ese mismo momento.
El paseo fue largo, siempre bajo la atenta mirada de su nuevo escolta que no se apartaba de él en ningún momento.
Para comprobar cómo había quedado la grabación, metió la mano en el bolsillo y sacó el dispositivo para detenerlo. No se acordó de hacerlo antes. Del otro bolsillo de la chaqueta sacó unos pequeños auriculares que conectó a la grabadora para escuchar lo que había registrado mientras daba el paseo hasta su casa.
No tenía ganas de volver a escucharles pero debía hacerlo y así despejar la incertidumbre de saber si tenía o no las pruebas con las que blindar su seguridad, sólo comprobaría la calidad, ya escucharía en otro momento la grabación completa.
Mientras caminaba con los auriculares encajados en los oídos, acariciaba con el pulgar el botón de reproducción. Era capaz de sentir la forma de la flecha quedándose grabada en su huella dactilar. Después de unos segundos de duda apretó el botón, lo único que escuchaba era el sonido que producía el roce del aparato contra el forro del bolsillo de su americana.
—¡Qué coño es esto! —murmuró entre dientes. 
Se mostraba inquieto, después de todo, comprobó que no se había grabado nada de interés. Trató de recobrar la calma, no quería levantar sospecha y que el escolta se percatase de lo que estaba haciendo. Era lógico que al principio no se escuchase nada, pero ¿cuánto tiempo había tardado desde el baño hasta que se encontró con los políticos? Calculó unos dos minutos a lo sumo. A medida que avanzaba la grabación no mejoraba, apenas podía escuchar nada más que algunas palabras sueltas de los dos políticos y alguna de sus pocas intervenciones, esto tenía su lógica al estar el micrófono más cerca de él, pensó.
Escuchó atentamente durante cinco minutos más, pero la calidad del sonido era pésima. Se paró en medio de la acera.
—¡Vaya mierda! —renegó de su suerte apretando los dientes con un gesto de rabia contenida 
—¿Ocurre algo? ¿Va todo bien? —le preguntó el escolta que había llegado hasta su altura.
—Sí, está todo bien —mintió y continuó su camino.
Tendría que rescatar la grabación como fuese, era su pasaporte vital; la procesaría con algún programa informático para tratar de recuperar algo. Dando vueltas al asunto de cómo hacerlo, pensó en facilitársela a un amigo suyo que trabajaba en el CNI, pero después de todo lo sucedido ya no podía fiarse de nadie, ni siquiera de los amigos de toda la vida.
Había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto anduvo paseando con sus divagaciones mentales, cuando se dio cuenta de que estaba llegando a su casa, un discreto chalet en una zona residencial a las afueras de la ciudad. Antes de entrar en su calle miró a su alrededor, su escolta, el hombre vestido de gris, le seguía a una distancia prudencial, cerca como para no tardar en intervenir en caso de ser necesario y lo suficientemente lejos como para no agobiarle.
Cuando volvió a activar el móvil inundó la pantalla un aluvión de llamadas perdidas de su casa, de su esposa, de números desconocidos, aunque reconoció entre ellos el de la policía y eso le puso en guardia. Los mensajes del whatsapp hacían que el dispositivo vibrase descontrolado, «¿qué habrá sucedido?», se preguntó, «¿Cuánto tiempo llevo desconectado?».
Apretó el paso para llegar cuanto antes a su domicilio, estaba cerca y ya no quería demorarse más. Su escolta hizo lo mismo.
Al ver tres coches de la Policía Nacional estacionados frente a su casa, uno de ellos con las luces de emergencia encendidas, realmente se asustó. Intentó mantener la calma hasta que de repente sonó su móvil, no aparecía ningún número en la pantalla, aun así contestó:
—¿Sí?
—No pensaría que era usted inmune al miedo, ¿verdad?
—¿Cómo dice?
—Piénselo, estamos observando sus movimientos —la llamada se cortó.
Miró a su alrededor y sólo pudo ver a su escolta que de nuevo estuvo a punto de tropezar con él. Intentó mantener la calma, no era un hombre que se arredrara con facilidad; pero los acontecimientos de los últimos días, sobre todo de las últimas horas, no le hacían presagiar nada bueno.
—¿Qué mierda es todo esto? —se dijo para sí entre dientes—. ¡Algo ha sucedido! —gritó mirando al escolta. Este no supo que contestar y se limitó a encoger los hombros como si aquello no fuese con él.
Recorrió el último tramo que le separaba del portal de su vivienda tan rápido como le permitía su edad.
Llegó hasta la puerta con la respiración entrecortada, los policías lo miraron pero ninguno se atrevía a contarle lo ocurrido. Se encontró la puerta abierta de par en par y entró atropelladamente en busca de su mujer.
—¿Julia? —gritó—. ¡Julia! —volvió a gritar—, ¿dónde estás, mujer?
Entró en la sala que hacía las veces de biblioteca y salón y allí la encontró, sentada en el sillón con un pañuelo en la mano, limpiándose la nariz y las lágrimas que resbalaban sin cesar por sus mejillas; a su lado, una chica con una chaqueta blanca la consolaba agarrándola suavemente por los hombros. El juez no entendía nada, ¿qué hacía toda esa gente en su casa? ¿Por qué lloraba su mujer? Mientras tanto, los policías no dejaban de hablar en corrillo dentro de la misma estancia, decidían quién hablaría con él.
—¿Alguien me puede decir qué sucede aquí? ¿A qué viene este despliegue? —no se dirigió a nadie en particular hasta que se encaró con su mujer—. ¿Qué es este numerito, Julia? —le preguntó poniendo la cara inquisitiva con la que siempre le exigía una rápida respuesta a sus requerimientos—, ¿qué ha ocurrido? ¿A qué vienen esas lágrimas?
La mujer se puso en pie, dirigiéndose a su encuentro y se abrazó a él buscando el consuelo que la psicóloga no era capaz de proporcionarle. Durante unos minutos permaneció arropada entre sus brazos sollozando sin ser capaz de hablar.
Él trató de consolarla aunque no era un hombre dado a mostrar afecto en público y aquella situación le superaba, sobre todo por estar delante de tantos desconocidos.
No tardó en apartarla para saber de una vez por todas qué pasaba allí. La cogió por los hombros, la miró a los ojos que no paraban de derramar lágrimas y sin ningún tacto, como si estuviese en el estrado le pregunto una vez más:
—¿Qué ha ocurrido? —remarcando cada una de las palabras, haciendo una pequeña pausa entre ellas. La mujer comenzó a llorar de nuevo.
—La niña… nuestra hija… —sollozaba de tal manera que apenas la entendía.
Uno de los policías presentes tomó la iniciativa.
—Señor…, perdón,… Señoría, su hija ha sufrido una agresión sexual, la han violado —remarcó el agente con frialdad—, y creemos que se trata de uno de los miembros de «la piara». Ha sido identificado por la víctim… su hija… en el lugar de los hechos. Creemos que no estaba solo, que actuó en compañía de los demás miembros de la cuadrilla…
El juez no daba crédito a lo que le decían. «No, no puede ser cierto», pensó, «el chico me dijo que no me arrepentiría». De pronto, pasó por su cabeza la conversación mantenida con los políticos acerca del miedo como arma de manipulación. Su mujer, se sentó en el sillón con la cabeza entre las manos, trató de serenarse sin éxito. Levantó la cabeza mirando a su marido, buscando su complicidad. Él, que se suponía que debía protegerles, a ella y a sus hijos, pero lo veía distante, ya no lo sentía como el protector de otras ocasiones. Con la mirada vidriosa le pedía explicaciones que el hombre era incapaz de darle. El magistrado sostuvo la mirada de su esposa hasta que rompió el tenso silencio:
—Pero, ¿Cómo iba vestida mi hija? —le preguntó al policía.
Julia no daba crédito a lo que estaba escuchando por boca de su marido, la angustia de la que era presa se tornó en ira. Por un momento sintió la necesidad de abofetearlo; «¡hijo de puta!», pensó. Estaba tan desgarrada que sólo acertó a preguntarle:
—¿En serio? ¿Eso es lo que más te preocupa?
Sin esperar la respuesta cayó abatida en el sillón como si le hubiesen echado cien años encima mientras que el miedo se dibujaba en la cara del juez.

Segundo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

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Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto Ladero Lorente

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