Febrero de 2018
—¿Te duele al respirar?
—Sí, me duele, pero sólo un poquito.
—Miguel, cariño, dime la verdad, ¿te duele mucho? —insistió ella con la voz quebrada.
—Sí —respondió el pequeño, cabizbajo.
—¿De verdad? ¿Ya no tengo por qué hacerlo? —preguntó el niño con ingenuidad y con la felicidad que era capaz de reunir en aquel momento—. ¡Lo haré por ti, mamá!
—¿Eso es lo que estás haciendo? ¿Luchas por mamá? —Ahora sí que sus interrogantes encerraban un pequeño reproche, lo último que quería era que su pequeño siguiese sufriendo en silencio.
—Bueno… sí, porque no me gusta verte triste…
Su corazón se hizo añicos al escuchar la respuesta de su hijo. No sabía qué decir ni qué hacer para paliar un sufrimiento tan grande, tanto el que padecía ella por verle así, pero sobre todo por el trance tan doloroso que sufría su niño.
En ese instante entró la oncóloga en la habitación, lo miró y percibió el dolor en sus ojos, no acostumbraba a perder a aquellos pequeños luchadores. Un dolor que a estas alturas apenas paliaban los sedantes que le administraban, tampoco era cuestión de mantenerlo dormido todo el tiempo; cómo decía su madre: «quisiera que permaneciese despierto hasta que se fuese».
La doctora había trabajado con toda la honestidad que podía ofrecer, todo el tiempo, pero el TAC mostraba como los tumores que aplastaban sus bronquios y su pequeño corazón se habían extendido como un reguero de pólvora en los últimos meses. Ese tipo de cáncer ya no era tratable, se había hecho resistente a cualquier tipo de tratamiento por novedoso o experimental que fuese.
La última decisión fue mantenerlo con el menor dolor y sufrimiento posibles, mientras su salud se deterioraba con rapidez.
Captó en la mirada de la doctora que el final era inminente. Miguel tan sólo tenía seis años, «por Dios, sólo seis años y más de la mitad llena de sufrimiento», pensaba la madre; tanto para él como para su familia que lo veían apagarse como una vela, sin poder hacer nada, tan sólo hacerle la vida lo más bella y agradable posible, aunque en realidad estuviesen rotos por dentro. Nadie merecería tanto sufrimiento.
Su mayor deseo era ser policía, para proteger y servir a la gente, cómo él decía, pero nunca llegaría a ver cumplido su sueño a pesar de ser un gran héroe que le echó un pulso a la muerte hasta el último suspiro por ver feliz a su madre.
Después de la visita de la doctora, la madre no se separó ya del pequeño, ansiaba disfrutar de él alargando al máximo el tiempo que le quedaba. Jugaron, vieron algunos de sus vídeos favoritos en su tablet, sonrieron todo cuanto pudieron, aunque la risa también causaba mucho dolor al niño.
Se tumbó junto a él en la cama y mantuvieron su última conversación mirándose a los ojos.
—Cariño, ¿sabes cuál ha sido siempre el trabajo de mamá?
—Sí, mantenerme a salvo —contestó con los ojos brillantes y una gran sonrisa.
—Pero, mamá ya no puede hacerlo más, ¿me comprendes?
—Creo que sí.
—En este momento la única forma de mantenerte a salvo es dejarte ir. —Estuvo a punto de romper a llorar pero trato de mantenerse serena.
—Entonces, ¿quieres que me vaya? ¿No quieres que me quede aquí, contigo?
—Cariño, no es eso, pero será lo mejor para los dos. —Estaba destrozada, eso no era el curso normal de la vida; los padres no deberían enterrar a los hijos. No era justo tener aquella conversación.
—No te preocupes ni estés triste por mí, mamá, me iré al cielo y jugaré hasta que llegues. Vendrás, ¿verdad?
—Por supuesto, no podrás deshacerte de mamá tan fácilmente, pillastre.
—¡Gracias, mamá! —dijo con la voz agotada por el esfuerzo—. Jugaré con Pipo mientras te espero.
El pequeño entornó los ojos tratando de recuperar el aliento. Su madre aprovechó el momento para ir al baño. El silencio era tan intenso que apenas se podía escuchar el respirador mecánico que le ayuda a mantenerse con vida.
Cuando regresó a su lado comprobó que dormía tan profundamente que parecía que nunca más despertaría. Lo cogió, y lo abrazaba con fuerza, sabía que el fin había llegado, lo presentía, pero se aferraba a una vana esperanza y no quería dejar de abrazarlo mientras reposaba inconsciente. Por un instante recuperó la consciencia para dedicarle las últimas palabras a su madre.
—Mamá, te quiero… mucho. Nos veremos en el cielo —susurró con fatiga.
Cerró los ojos y dio su último aliento a las cinco menos cuarto de aquel frío día de noviembre mientras su madre, con la fuerza que reunió desde su corazón, le cantó al oído su canción favorita: «don´t give up» (no te rindas), de Peter Gabriel. Y aunque sabía que su pequeño ya no podía escucharla la cantó hasta la última estrofa, quizá para que las palabras le insuflaran la energía que necesitaba para afrontar el derrumbe de su mundo.
Desde aquel día su lucha para que su hijo recibiese un trato digno en su enfermedad, cesó, No tenía que preocuparse por nada más, pero aquel día comenzó una nueva lucha para que todos esos políticos que se creen que pueden jugar con la salud de sus semejantes, sobre todo la de los que tienen menos recursos económicos, se diesen cuenta de que nadie merece sufrir por no poder costearse un tratamiento y mucho menos morir.
Reclamó cada día de su vida más investigación, mejores tratamientos, más financiación, mayor implicación y menos símbolos, menos banderas, menos coronas, gastos superfluos y coronas sólo las que iluminan la noche en forma de estrella. Así lo hizo porque no quiso que la muerte de su hijo hubiese sido en vano
Aquella mujer no temía a la muerte porque sabía que su pequeño la esperaba más allá de las estrellas, y porque hay recuerdos que por más que el olvido se empeñe, no se borrarán jamás...
Quinto relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:
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