La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

sábado, 21 de marzo de 2020

Un mal día

Mayo de 2018

Escogí un mal día para querer ser más joven. Escogí un mal día para ser famoso. La verdad es que no se me da nada bien escoger los días.
Vivo en un barrio normal, no es que sus vecinos nademos en la abundancia, pero tampoco roza lo marginal, ¡vamos! Lo que antes se denominaba un barrio obrero, a pesar de que la mayoría tampoco
somos obreros. No, hace tiempo que no lo somos. Nos ha tocado vivir tiempos difíciles, se nos había olvidado pasar hambre, pero que como si de una noria se tratase, gira, gira, vuelve a girar y hemos vuelto a empezar.
Hemos vivido bien durante una época, en nuestra burbuja, no nos podíamos quejar. No sobraba el dinero, pero sí que podíamos permitirnos ciertos lujos, no tan a menudo como quisiéramos, aunque nos hacía pensar que la vida no era tan mala para los curritos de a pie que día a día movíamos la verdadera economía de este país.
Esos tiempos quedaron atrás hace ya algunos años, una década, se dice pronto. Una década en la que nos ha tocado sobrevivir a base de mucho esfuerzo y, en la mayoría de los casos, al borde de una pobreza tan real que nos consumía; esa que no aparece en ninguna estadística porque nos daba vergüenza la caridad. Pasar hambre o temer que la pasaríamos no era un ave que planease sobre nuestras cabezas sino una cruel realidad.
No es raro encontrarte por la calle a un Messi o a un Cristiano Ronaldo, bueno, «futuros proyectos de», que nunca llegarán a nada porque carecen de la suficiente disciplina, y de las ganas de esforzarse para llegar a serlo, es más fácil verlo por televisión o por el móvil. Es la cultura del acomodo en la que hoy vivimos
Un barrio de la media nacional, no hay alarmas ni cámaras de seguridad. Por no haber, ni sucursales bancarias hay. Un lugar donde las ayudas sociales se quedan siempre por el camino, o sería mejor decir, en los bolsillos de algún político del partido en el poder al que no conoce ni Dios, ni siquiera cuando salen en las noticias de la televisión declarando ante un juez.
La mejor palabra que define mi barrio es «quizás». Quizás algún día cambie todo; quizás encontremos una solución; quizás no estemos en el mejor lugar del mundo o quizás algún día tengamos suerte. Quizás...
Pero esa suerte siempre nos esquiva, quizás porque cuando asoma sus narices por aquí la matan a cañonazos.
Recuerdo hace unos años, cuando tocó el gordo de la lotería de navidad en el bar del Curro. Solía frecuentarlo todos los días, no estaba lejos de mi casa, para tomarme un café y ponerme al tanto de todas las noticias y cotilleos que salpicaban sus calles. Ese año fui de los pocos que se quedaron con las ganas de celebrarlo, quizás porque tengo la mala costumbre de querer comer todos los días y los veinte euros que cuesta el décimo pueden suponer la diferencia, en mi barrio, entre comer y pasar hambre. La vida dista mucho de cómo nos la cuentan en los anuncios de televisión, quizás eso ya lo sepan porque ya lo han experimentado alguna vez en carne propia, pero aún hay demasiada gente que no.
¿Recuerdan aquella publicidad que mostraba la solidaridad del dueño de un bar con un cliente habitual que no pudo comprar su participación a tiempo, o por lo que fuese? No mentiría si les dijese que se basaron en mi vida para recrearlo. Recuerdo bien como entré en el establecimiento y me fui a la barra a tomarme un café, como todos los días, mientras una algarabía a mi alrededor celebraba su buena suerte, ¡hasta vino la televisión! Nunca fui de comprar lotería de navidad ni de ningún tipo, a veces pruebo con la primitiva cuando me sobran un par de euros. Soy de los que piensan que nunca toca, que todo es un montaje para recaudar más impuestos a costa de la confianza ciega en el azar y la buena suerte de los pobres de espíritu. Pero ese año tocó, ¡vaya que sí! ¡Y bien que tocó! Y a mí lo que me tocó fue tragarme mis ideas mojadas en un café amargo. Como bien decía Mark Twain: «¿morir por mis ideales? Jamás, podría estar equivocado», porque en mi barrio también sabemos leer, no se vayan a pensar que todos somos unos brutos ignorantes.
El caso es que allí estaba yo, tomándome mi café todo lo tranquilo que el alocado e inquieto descorchar de botellas de cava me dejaba, yo pensaba: ¿quién pagará todo esto? Nunca lo supe ni tampoco me importó averiguarlo.
—Paco, me cobras…
Paco es el dueño del bar del Curro, trabaja de sol a sol para sacarse cuatro perras, no suele tener mucha clientela de pago, pero como él dice: «es lo único que tengo». Un buen tipo, Paco.
Pone un sobre al lado del vaso de la taza de café vacía y me dice:
—Son veintiún euros.
En ese momento me viene a la mente el puñetero anuncio, ¡no es posible!
—Joder, Paco, ya te vale, veintiún euros por un café —le recrimino mientras abro el sobre al tiempo que esbozo una leve sonrisa y los ojos se me empañan por la emoción del momento.
Paco me mira con desdén, como perdonándome la vida, esa que es tan real como el contenido del sobre.
—Un euro por el café de hoy y los veinte que me debes del mes pasado, que no se me han olvidado.
Sus palabras me cortan la emoción de cuajo y me devuelven a mi cruda realidad. En el sobre lo único que hay es una nota recordándome que soy un moroso, pequeño, «¿qué son veinte euros en comparación con la inmensidad del universo?», pienso. Y como si me leyese el pensamiento se dirige hacia mí para soltarme un sermón.
—No soy una ONG, que mi trabajo me cuesta mantener esto abierto en los tiempos que corren. —No sé cuántas cosas más dijo, yo había desconectado de mi entorno evadiéndome en mis pensamientos hasta que lo vi alejarse para apaciguar a los que celebraban su buena suerte, o quizás no fuese tan buena —. Seguro que estos capullos se largan sin pagar las botellas de cava.
Así es mi barrio, donde la realidad se hace patente a cada instante sin darte respiro.
Aquel año sus calles se llenaron de lujosos y potentes coches, de móviles de última generación, de derroche sin pundonor creo que no se tapó ningún agujero como muchos decían, por el contrario, se abrieron muchos boquetes en las economías. Fue una temporada de olor a neumáticos quemados y a gasolina que impregnaba el ambiente de la avenida principal las noches de los viernes y algunos sábados. Donde los jóvenes y no tan jóvenes ponían a prueba su fanfarronería y las pocas luces quemando el dinero que no les había costado trabajo ganar. ¡Un mundo de locos, sí!
Carreras ilegales al margen de la policía, que ahora ni siquiera los antidisturbios se atreven a entrar. Trapicheo, prostitución… son los lodos de aquellos polvos que fue el azar; son sólo algunas de las actividades que «educan» a los menores que en mucho casos se han convertido en los reyes de la calle. El mundo al revés.
Ahora la mayoría de esos coches han desaparecido, o en el mejor de los casos se han convertido en enormes masas de mierda por falta de mantenimiento y uso. Conglomerados de goma, chapa y cristal que si alguna vez lucieron ostentosos hoy son una montaña de chatarra en ruinas. Monumentos indiferentes al despilfarro en tiempos de crisis que como esos aeropuertos sin aviones, o esas autopistas sin vehículos que se llevaron el dinero que el azar trajo en el caso de los coches, en los otros, quiero pensar que la estupidez humana no tiene límites ni tampoco el descaro de los políticos.
Ni que decir tiene que pagué mi deuda ese día y que el bueno de Paco nunca más me volvió a fiar, ni yo a tomar café en su bar.
¿Qué tendrá el dinero? Se me viene a la cabeza esa canción que cantaba Paco Ibañez en otros tiempos… «hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar, al pobre hace discreto, a hombre de respetar, hace correr al cojo y al mudo le hace hablar…». ¿Qué será que cuando lo tenemos en grandes cantidades nos ciega? Pero a mí no me pregunte, yo siempre he sido pobre y quizá siempre lo seré.
No quiero seguir describiendo las miserias del barrio, donde mi existencia se arrastra por las esquinas tratando de sobrevivir. Es un barrio como otros muchos en una ciudad, como otras muchas en este nuestro país; quizás demasiadas en este momento de las historia.
Como explicaba antes, escogí el peor día para hacerme famoso. Sí, soy el que últimamente lo peta en YouTube. Ahora seguro que se están preguntando a qué se debe mi fama, ¿verdad?
Caminaba por una calle de mi barrio despreocupado, absorto en los problemas que acucian mi vida, ya no recuerdo bien hacia donde iba, ni eso tiene relevancia ahora. Un grupo de niños jugaba con un balón, sí, ha leído bien, jugaban al fútbol en la calle, como si no hubiese un mañana. Hoy en día es difícil ver semejantes escenas, parecen inverosímiles, en una época en la que el deporte de niños, jóvenes, incluso de adultos, es pasarse las horas muertas frente a la pequeña pantalla de un móvil.
De repente vi como el balón planeaba hacia mí sin dueño. Detrás de uno de esos coches abandonados que hacían las veces de portería, apareció un niño de no más de diez años, llevaba el pelo cortado como uno de esos héroes de pantalón corto y camiseta que se ven por la televisión en el bar de Paco.
—Señor, ¿me puede pasar el balón?
«¿Señor? Pero que te has creído, mocoso» pensé mientras paraba el balón con un estilo que envidiaría el mismísimo Iniesta. Esa palabra de tan solo cinco letras pero que venía cargada de menosprecio fue el detonante de mi desgracia. Enardecido reaccioné a la maldita palabra con fanfarronería pasa demostrarle al muchacho que todavía estoy hecho un chaval. Error, tremendo error. Intenté emular a los futbolistas de mi niñez haciendo una chilena con el esférico para reivindicar que aún no soy un señor. Pero un error de cálculo al realizar la cabriola me hizo caer al suelo con un golpe seco, como un saco de patatas de ochenta y cinco kilos, más o menos. Oí el sonido de mi cadera al romperse con un «clac» que no dejaba lugar a dudas, y allí me quedé, retorciéndome de dolor sin poder incorporarme.
Se acercaron más niños, con sus móviles en mano para grabar la patética escena, pensaba que alguno me ayudaría a levantarme, y me levantaron, sí, la cartera y el móvil mientras yo pedía auxilio. Nadie más se acercó, sólo otro niño que parecía aún más joven que los anteriores me registró los bolsillos como un experto ladrón, buscando algún trofeo que llevarse. Al no encontrar nada, de pura rabia, me propinó una patada en la espinilla al grito de: «¡Pringao!». Los demás le rieron la gracia mientras seguían grabando con sus móviles de última generación, yo di por perdido el mío y empecé a temer por mi vida.
Días más tarde era conocido como el «pringao del barrio en YouTube», con más de medio millón de «me gusta». Así es como me hice famoso en un mal día.
Como dije antes, si la policía no osa entrar en el barrio más que de pasada, mucho menos se atreve una ambulancia, y no les culpo. La última vez que una lo intentó, poco menos que salió con el chasis al aire.
Nadie me ayudó, hace tiempo que la gente de mi barrio dejó la solidaridad en algún contenedor de basura. Cada uno va a lo suyo sin importarle los demás. No voy a contar como conseguí llegar a urgencias ni tampoco como cursé la denuncia en la comisaría de policía, ese secreto se irá conmigo. ¿Para qué contarlo? ¿Para mostrar más miserias de esta puta sociedad en la que vivo?
Sólo quería que conocieseis las miserias de mi barrio, supongo que cada uno tiene las suyas, incluso en el barrio de Salamanca o en La Moraleja, pero allí las miserias son de otra manera, suelen ir cubiertas de hipocresía, fingiendo que todo va bien y que todos somos felices.
Arrastro mi existencia por sus calles, me ayudo con un bastón tratando de sobrevivir a la fama que me precede, aunque no cobro ni un céntimo por ella.
Quizás algún día podré mudarme a un lugar donde vivir mejor, como dice la canción, al barrio de la alegría porque ahora vivo en la calle melancolía y siempre que lo intento ha salido ya el tranvía, o como en mi caso… el cercanías.

Octavo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

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Los textos e imágenes aquí publicados se encuentran debidamente registrados en la Unidad De Deposito Legal Y Propiedad Intelectual De A Xunta De Galicia.
Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

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