Mayo de 2018
Hay escenas que se aprecian mejor al amparo de la noche, cuando la luz es escasa, en el caso de que la haya.
Una de esas circunstancias tenía forma de un par de zapatos, raídos por el tiempo, que de cuando en cuando se movían, casi escondidos bajo la tapa entreabierta de uno de los contenedores de basura de la calle donde vivo.
Me acerqué con cuidado para no espantar semejante visión nocturna. Mientras el cielo, cegado por las farolas que tenuemente iluminaban aquel drama, amplifica la pobreza como si se tratase de una obra de teatro de segunda; allá arriba, indiferente a las miserias que pueblan la tierra y enamorada de sí misma, una estrella fugaz arañaba sin compasión la oscuridad de la noche, sabiéndose bella.
Pero la escena no tenía nada de poética, y si acaso lo era, se trataba de poesía salvaje y agría, nada amable.
Golpeé suavemente aquellos pies y les dediqué bien alto, para que su propietario me oyese desde el interior de su improvisada oficina, un saludo de hermano.
El hombre, con la piel raída por el tiempo a juego con sus zapatos al que pertenecía aquella sombra que sobresalía del contenedor, dejó de rebuscar en las entrañas de aquel contenedor por un instante. Parecía guiarse nada más que por el tacto, y ¿cómo lo iba a hacer? Con tan poca luz. Se levantó sorprendido, no parecía esperar ninguna visita y mucho menos que un desconocido le saludase de esa manera a esas horas intempestivas y en semejante tarea; pero yo tenía que deshacerme de mis desperdicios diarios.
—¿Qué tal? —pregunté —. ¿Encontraste algo? —fue lo único que se me ocurrió decir en ese momento de desconcierto, tampoco soy de discurso fácil.
Me obsequió con un esbozo de sonrisa, el que da la locura cuando llevas viviendo en la calle demasiado tiempo. Mi comentario no le había hecho la menor gracia, era evidente, pero agradecido por la conversación, y a pesar de su cara famélica y alterada por la desnutrición, no le faltó humor para soltarme:
—¡Claro! Siempre se encuentra algo aprovechable… —dicho por aquello de no parecer más pobre y miserable de lo que ya era.
Ignorando lo que yo trataba de hacer y repuesto del inesperado encuentro, volvió a su tarea sumergiéndose de nuevo dentro del contenedor. Daba la sensación de que tenía prisa, quizá porque debía rebuscar antes de que llegase el camión de la basura y se la llevase. Un pequeño carro de la compra vigilaba y aguardaba cerca del depósito esperando a que su dueño le confiase sus trofeos. Al poco se levantó de nuevo.
—¡Mira qué encontré! —comentó con una mueca forzada que marcaba las arrugas de su tez morena mientras introducía un gran envase de plástico en el carrito—, mañana podré comer bien…
No lo podía ver bien, la escasa luz no me lo permitía, pero parecía una pieza grande y alargada de pescado congelado. Quizá por eso las dos noches siguientes no me encontré con él en nuestro particular «local social».
Otra noche en la que le volví a ver, me enseñó una bandeja de filetes de carne que podría aprovechar, «si los limpio un poco».
Días después, me contó que había encontrado una máquina de coser antigua, de esas a las que hay que darle con fuerza en el pedal con el pie para que funcionen y que, a lo mejor, podría venderla para sobrevivir un par de semanas. Seguía visitando los puntos de recogida de basura a diario, tenía su territorio. «El dinero puedo guardarlo en un calcetín para cuando no haya nada en los contenedores».
Otro día, cuando me encontraba cerca, encontró una buena cámara de fotos, de esas que revelan al instante la imagen y las puedes ver en un momento. Funcionaba perfectamente, nos hicimos un autorretrato, como dos buenos amigos que se conocen de toda la vida y que por los azares de la vida se reencuentran. Quería que me la quedase, incluso la cámara, pero no podía aceptarla, nos conocíamos hacía poco tiempo. Además, seguro que él le sacaría mejor partido, yo no estoy para tirar cohetes pero voy subsistiendo sin tener que llegar a sus extremos.
Como casi siempre ocurre, de las sobras que caen de la mesa de los ricos comen los perros, y también algunas personas. Seguro que mientras nos hacíamos aquella fotografía, que al final acepté, cualquier cadena de televisión les estaría ofreciendo a esos «ricos», algún mundo de fantasía, alegría y color que les ayudase a sobrellevar su anodina existencia. No es que esté mal, hasta cierto punto, tratar de obtener esos mundos inalcanzables para la mayoría de los mortales.
Pero la realidad hay que buscarla también entre las sombras de la noche, esa de la que los «ricos» huyen despavoridos. Les haría mucho bien a la gente considerada normal –aunque hablar de normalidad siempre es relativo– de a pie, pero sobre todo a aquellos que miran al resto de los mortales desde sus pedestales de piedra robando sin ningún tipo de pudor lo que pertenece a todos, a manos llenas y sin conciencia social alguna.
¿Quién sabe? Quizá de esa forma se podrían vacunar, al menos una temporada, contra la tentación de apropiarse y aprovecharse de las riquezas de este país nuestro y que son de todos, incluso de aquel que busca qué comer entre la basura de los contenedores de la gente «normal».
Me pregunto: ¿Quiénes son los verdaderos miserables de esta historia?
Séptimo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:
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