La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

lunes, 30 de marzo de 2020

En silencio

Junio de 2018

Todo comenzó cómo empiezan las disputas siempre, una palabra mal sonante, un discurso con una palabra más alta que la otra, una interpretación errónea de los tiempos verbales poniendo un «digo donde dije Diego» o, como en este caso, por un silencio absoluto o una combinación de todos los factores que alteraron el producto y echaron por tierra la relación.
Nos conocimos en el tiempo perfecto de nuestras vidas, no sabía de ella ni la esperaba, ni ella a mí. Nos encontramos en aquella fiesta, rodeado de mis amigos y de un montón de desconocidos que parecían muy familiares para ella. Nos entendimos con una mirada sin comprender el ritmo con el que bailaban los demás. Una palabra y me gustaste en ese mismo instante; un gesto y te gusté al momento, o eso creí. El resto es historia.
Mucho antes de esto, todo era de color de rosa, bueno, no exactamente rosa, era del color que tienen los sueños cuando uno cree estar enamorado; rojo pasión, pero al final lo único rojo que quedó fue la sangre derramada. Sería mejor que no fuese tan dramático, sólo fluyeron ríos de lágrimas transparentes teñidas del maquillaje desdibujado.
Jamás imaginé, ni en mis más oscuros pensamientos, que llegásemos al punto de sentarnos a comer sin dirigirnos ni una mirada, ni tan siquiera una palabra, ni un saludo. Pero ahora somos de esa clase de parejas con el descaro suficiente y sin orgullo alguno de mostrarnos así.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin planearlo, al menos de forma consciente, pero día tras día cimentamos ese muro de silencio que ahora nos separa.
Éramos dos universitarios cuando nos conocimos, cuando nuestras mochilas estaban llenas de sueños, luchas, revoluciones, expectativas y, sobre todo, inseguridades ante lo que la vida nos podría deparar.
Decidimos dar un paso más y avanzar juntos, esfumándose las dudas iniciales que dejaron paso a la esperanza y convirtieron nuestra incipiente relación en una llama, la más brillante y ardiente del campus.
Llegó un momento en que no podíamos separarnos ni quitarnos las manos de encima, suena empalagoso, sí… pero así era y cuando ocurría, la sola idea de no estar juntos nos desquiciaba.
Sus ideas me cautivaban, me atraían como un campo magnético invisible que sólo nosotros podíamos ver. Para mí era inevitable admirarla, quererla, amarla… y yo estaba seguro de que ella sentía lo mismo por mí, nunca lo hablamos, era evidente que sobraban las palabras, ese fue nuestro primer error, tal vez temiésemos romper el silencio pronunciándolas, creerlo fue el segundo.
Acabamos la universidad y éramos la pareja perfecta, ella una experta en medicina y yo un maestro con mis ingenios mecánicos.
Henchidos de sueños y metas por conseguir, siempre juntos. Nos resultó fácil encontrar trabajo, eran otros tiempos, el mundo parecía esperar por nosotros, rendido a nuestros pies.
La vida nos sonreía con la mejor de sus caras, decidimos vivir juntos, con toda la ilusión que eso conlleva: elegir un apartamento, el sofá donde hablar, una mesa para la pequeña cocina donde compartir nuestro día a día, a quien invitar para compartir nuestras penas y nuestras alegrías, la cama donde nos amaríamos y, años más tarde nos ignoraríamos, aunque nunca llegamos a odiarnos.
Nos pasábamos los días dibujando sueños para luego concretarlos. El principal, era ser una pareja unida, ser dos en uno, sintiendo que el pasado nunca nos alcanzaría y que el futuro estaba al alcance de nuestras manos, olvidándonos de vivir el presente.
La vida se fue llenando de rutina, las facturas atestaban nuestro buzón, mis horarios en la oficina se alargaban mezclándose con sus interminables turnos en el hospital. Cuando nos encontrábamos sólo quedaba tiempo para un tierno abrazo de buenas noches –que ahora atesoro–, y dormir, pero no había descanso.
Qué lejos quedaban esas madrugadas en las que el amor parecía no tener límite, sólo el que imponía nuestra imaginación y nuestras ganas de más. Las duchas en las que por sorpresa te abrazaba por detrás y dejábamos que la lujuria resbalase por nuestros cuerpos desnudos hasta perderse por el desagüe. Las largas tardes de invierno compartiendo manta y reflexiones en el sofá con eternas promesas que luego incumplimos. Las cenas y su pie buscando mi excitación bajo la mesa, las caricias inesperadas y esos besos llenos de delirio en los que el tiempo parecía detenerse.
La monotonía fue ganando todas las partidas y el miedo a la soledad se fue colando entre nuestras sábanas atenazándonos el corazón.
Pero, a pesar de todo, decidimos continuar, en una huida hacia delante, sin mirar atrás, condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Nos fuimos encasillando en nuestros papeles, esos que tanto odiábamos, pero necesarios para mantener la llama encendida o, al menos, para intentar que no se extinguiese. Papeles ineludibles para que funcionase el hogar que por momentos se desmoronaba, evitar el conflicto del «hoy te toca a ti».
Abrimos la puerta a los vientos de las suposiciones sin decir ni una sola palabra y se adueñaron de nuestra existencia. Lo que suponíamos que al otro le incomodaba era en realidad el miedo a no amarlo suficiente. Todo lo que ella hacía era para lastimarme o lo que yo dejaba sin hacer era para provocarle. Incluso sospechábamos de los regalos, parecían ocultar infidelidades o errores. Pongo la mano en el fuego que nunca lo fui, pero desconfiaba de ella.
Los reproches se convirtieron en una rutina más y de ahí pasamos a los silencios y en ellos nos abandonamos.
Evitábamos hablar justificando que era para no lastimarnos más, y en esos silencios naufragaron nuestros sueños diluyéndose en un mar de dudas, llegando al punto en que intentábamos rescatar los sueños conjuntos que nos habían unido, pero ni siquiera recordábamos ya qué era lo que nos mantenía juntos.
Nos convertimos en auténticos desconocidos, expertos en ignorarnos. Su presencia me tranquilizaba, no necesitaba más. Su cuerpo junto al mío en la cama, sus pasos al llegar a casa buscando refugio en nuestro dormitorio, el ritmo del repiqueteo de las teclas cuando redactaba sus informes en el ordenador. Todos esos detalles me calmaban, sí, pero sin saber por qué, me dolían por igual hasta el punto de sentir pánico.
No sé si ella sentía lo mismo, nuestra conexión se había desvanecido, ni siquiera le pregunté si era así, había perdido el interés por lo que pudiese pensar. Muchas veces quise ponerme a su altura, alcanzarla y abrazarla, pero temía la indiferencia.
Alguna vez le había contado cómo me recordaba a mi madre, de la misma manera que llegaba del trabajo cansada y estresada. Siempre quería silencio y yo me volvía invisible entre mis juguetes. Me prometió que mientras estuviésemos juntos eso no volvería a pasar, pero también las promesas fueron cayendo en el pozo del olvido.
La amé incondicionalmente cuando me lo dijo, pero día tras día me sentía más etéreo, ahora sé que lo que no se rompe no puede ser reparado, evitábamos quebrar nuestra convivencia para no hacernos daño.
Ambos éramos conscientes de las heridas del otro, pero los dos eludíamos tocarlas para no desangrarnos más, y evitábamos curarlas por el miedo al dolor resultante. Sellamos la caja de los recuerdos, ya no nos hacían falta, fingimos ser la solución a nuestros problemas cotidianos en silencio, enfrentados con todo lo que nos unió alguna vez, y ahora… nos alejábamos cada día un poco más.
Lo que ayer nos conquistó, hoy es reproche y de ellos nació la indiferencia resuelta en ese silencio ensordecedor. El deseo de hacer sin planear ya no existe, se difuminó por sendas paralelas que no volvieron a confluir. Ahora todo ha de estar medido, estipulado y planeado de antemano, hasta el más ínfimo detalle, sin dejar espacio a la improvisación. Una vida en la que el deseo es por compromiso y se alivia con apatía.
Hoy, en la fiesta de cumpleaños de su hermana, he permanecido en silencio todo el tiempo hasta que su mirada se ha encontrado con la mía y ha estallado, el muro de silencio que habíamos levantado se desmorona en un momento con la explosión.
—No puedo continuar así —me dice fuera de lugar y los cimientos se tambalean ante nuestros amigos y familiares, sobre todo los míos, porque los suyos hace tiempo que colapsaron.
Trato de encajar el miedo al desamparo bebiendo con indiferencia un sorbo de mi copa y bajando la mirada. Intuyo que no hay vuelta atrás. No sé de donde saco arrestos para contestar con palabras que hace tiempo se almacenan en mi pensamiento:
—Yo tampoco —así de simple es mi respuesta, tanto como patética y desesperada—, pero no quiero perderte —provoco a tus lágrimas invitándolas a derramarse.
Pero se resisten a salir.
—Hace tiempo que nos hemos perdido mutuamente —disparas directo al corazón y nuestras almas se despedazan en mil fragmentos.
Un nudo atenaza mi garganta apagándose hasta hacerse el silencio. Me recompongo y saco fuerzas de donde no las tengo, aparento serenidad pero mi respuesta me delata:
—¿Quieres que nos vayamos? ¿Quieres que hablemos? —parezco desesperado, y de hecho, lo estoy. Tengo miedo, demasiado para encajar la respuesta que temo.
—No, pero quiero que tú sí.
Caminé solo hasta nuestra casa, la que construimos con mucha ilusión y tantos sueños que ahora navegan a la deriva en este mar de silencios.
Al día siguiente me despierto sin ganas de encontrarme con ella. Soy un cobarde, lo sé. Espero mientras se arregla para ir al hospital como cada día. Le iba a decir algo, pedir perdón, no sé… pero guardé silencio, observándola mientras me hacía el dormido.
Cuida todos los detalles mientras se mira en el espejo, intenta disimular las ojeras que remarcan sus ojos. El cabello, los matices de su piel, la silueta de su cuerpo. Un par de veces se alejó del espejo como tratando de entender los detalles que el tiempo ha cincelado en su cuerpo y que sólo una mujer entiende.
La vi hermosa, como antaño, como ayer, como siempre fue aunque lo había olvidado, como se olvidan las rutinas. Quizá no esté tan increíble como cuando nos conocimos; me quedé pensando en lo bien que el tiempo se había portado con ella.
También pensé en las veces que olvidé decirle lo maravillosa que era, y seguro que sigue siéndolo aunque hace demasiado tiempo que no me interesa comprobarlo. Se agrandó el silencio entre nosotros dando todo por supuesto.
Aquella mañana se fue a trabajar y yo sentí una gran añoranza en mi pecho, y en el alma una nostalgia que me recordaba a otra época y que no sentía desde entonces.
En aquel efímero momento apreciaba la fortuna que tenía, ella continuaba a mi lado pero duró lo que tardó en cerrar la puerta con un golpe seco y el silencio era ya tan intenso que mis gritos llamándola se ahogaron en él.
Fue la última vez que la vi antes de que ese silencio se hiciese cargo de mi existencia.

noveno relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

IMPORTANTE

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Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

martes, 24 de marzo de 2020

El hijo del alcalde

Junio de 2018

Esta historia se podría haber producido en cualquier pueblo de la Galicia profunda al igual que en cualquier pueblo de la Galicia industrial, incluso en cualquier pueblo de España. Aunque es una ficción, está basada en hechos reales y espero que haga reflexionar a todo aquel que lo lea, es más habitual de lo que se pueda creer…

—Lo que hace falta para arreglar esto es otra guerra, hay que limpiar este país de rojos e indeseables; de negros, musulmanes y todas las alimañas de semejante pelaje…
Raúl no podía creer lo que su propio padre acababa de soltar por la boca como un auténtico escupitajo lleno de odio y resentimiento. Él, que había pasado tantas calamidades durante la dictadura del infame tirano a pesar de su origen y sus ideas afines.
No le gustaba nada hablar de política con su progenitor, «escoge siempre el bando de los ganadores», le decía. Esa era su máxima y a buen seguro sería grabada sobre su lápida como epitafio.
—¿En serio, padre?
No estaba acostumbrado a enfrentarse a él, siempre le tuvo mucho respeto, sobre todo, cuando le hablaba de su trabajo. Era el alcalde del pueblo desde… hacía tanto tiempo que había perdido la cuenta; y antes lo fue su abuelo como si fuese un título hereditario.
A punto de cumplir los treinta y dos, no entraba en sus planes seguir sus pasos, ni siquiera de lejos. Quería romper de una vez por todas ese cordón umbilical invisible que los mantenía unidos y emprender su propio camino.
Tuvo una educación impoluta, en ese sentido nunca pudo reprocharle nada, educado en la abundancia y con todos los medios a su alcance no tuvo que preocuparse de cómo enfrentarse a la vida.
Raúl nunca quiso saber, cuando en el colegio le preguntaban él sólo contestaba: «mi padre consigue lo que necesites, trabaja de alcalde», aunque no sabía muy bien lo que significaba eso, pero tenía bien aprendidas las palabras que debía decir, era como decir las palabras mágicas para abrir las puertas y conseguir todo lo que se proponía..
Tan sólo se percibía cierto cambio de actitud, sobre todo en sus maestros cuando lo decía; y es que él no le conocía otra actividad que aquella. Cuando maduró, supuso que no siempre había ostentado dicho cargo. A veces hablaba con su madre del tema, pero sus contestaciones tampoco eran muy claras cuando se refería a ello, «de esas cosas no entiendo», obtenía por respuesta, «son cosas de tu padre, yo ya tengo bastante con criaros y llevar la casa». Sumisa con su cónyuge como buena esposa que era, no opinaba de casi nada, ni su marido la dejaba hacerlo. Eso era algo que no entendía, pero no era cuestión de ponerla en un compromiso, ni tampoco en contra del señor alcalde, que lo era, no sólo del pueblo sino también de su casa, su mayor feudo y su castillo.
Recordaba detalles, como aquel cuando fue a visitarlo a la alcaldía una vez. Era su hijo y podía entrar y salir de sus dependencias a su antojo, aunque no lo hacía; siempre pedía permiso a su secretaria, una mujer muy guapa con mirada melancólica, quizá porque estaba harta de aguantar, sin opción de insubordinación por miedo a perder su puesto, las órdenes de aquel hombre. Aquella vez, entró sin llamar en el despacho de su padre y la encontró sentada en su regazo con su mano buscando algo bajo su falda. Desde aquel día si no la encontraba en su mesa, esperaba fuera a que apareciese antes de entrar. Tardó años en comprender qué había ocurrido ese día.
En otra ocasión, le pidió permiso a aquella mujer de mirada triste para entrar; cuando lo hizo se encontró en la sala anterior a la alcaldía; había dos hombres desesperados que miraban al suelo con sus pensamientos perdidos y pisoteados por todo el que pasaba por allí. Su padre hablaba con un hombre que parecía muy agobiado. «Haré lo que pueda, moveré tu curriculum por las empresas del polígono, pediré algún favor y seguro que algo podremos apañar», le pareció entender; acto seguido tras despedirse del hombre que no hacía más que darle las gracias muy agradecido, parecía atormentado por su situación, seguramente con cargas familiares y sin perspectivas de encontrar un empleo. Vio como su padre cogía los papeles que le había entregado, los rasgaba y los tiraba a la papelera; le sonrió buscando su connivencia y le guiñó un ojo mientras murmuraba: «valiente hijo de puta, así te pudras en el infierno, tú y toda tu familia, rojo de mierda», en su ingenuidad no entendió nada de lo que vio hasta años más tarde. Aquel hombre era el padre de Vicente, su mejor amigo.
Las vacaciones escolares proporcionaban una especial complicidad entre padre e hijo en aquel despacho de alcaldía. Se pasaba allí muchas mañanas «trabajando» en sus primeros diseños mientras su padre gobernaba el pueblo. Una de aquellas mañanas escuchó de repente unos gritos procedentes del exterior. Procedían de un hombre que se quejaba, lleno de razón, acusaba al regidor de mandar a sus matones para amedrentarlo; rompiendo los cristales de su coche mientras su hijo estaba en el interior del vehículo. Nunca admitió críticas, y aquel hombre, al parecer se dedicaba a censurar sus actuaciones, a destapar sus asuntos sucios y, sobre todo, sus más que evidentes prevaricaciones. Fue la primera vez que Raúl le vio la cara al miedo, el mismo miedo al que su padre sometía a todo el personal bajo su mando, con el que conseguía hacer y deshacer a su antojo todo tipo de tropelías en el pueblo.
Un dictador en definitiva dentro del complejo entramado de esta supuesta democracia que nos venden cada día como modélica, llena de infames personajes.
Después de algunos años, llegó el día en que el hombre debía dejar paso al relevo, y aprovechó la visita semanal que todos los domingos les hacía para comer.
La comida discurrió distendida hasta los postres cuando su madre se levantó con el beneplácito de su marido para recoger la mesa y servir el postre y los chupitos mientras ella se dedicaba a limpiar la cocina.
—Madre, deje que ya le ayudo —se ofreció.
—No, tú te quedas aquí a hablar conmigo, no seas maricón —interpeló su padre de la manera más machista que pudo recordar—. De eso ya se encarga tu madre. Los hombres no tienen que hacer estas cosas, no hay que dar malos ejemplos, que luego les da por pensar que son iguales a nosotros. Tú y yo nos quedaremos hablando aquí.
—Pero…
—Ni peros, ni hostias —dio un golpe seco sobre la mesa sentenciando.
Se hizo un silencio tenso en la estancia mientras aún retumbaban los ecos del golpe sobre la mesa. La mujer se levantó y se afanó en recoger rápidamente los platos sucios haciendo el menor ruido posible para no incomodarlo. No sabía que quería hablar con su hijo, pero le había quedado claro que a ella no le interesaba. Trataría de escuchar tras de la puerta, en silencio, para que no advirtiese su presencia.
Antes de comenzar a hablar cambió el semblante desabrido por uno más distendido, su hijo estaba un poco confuso, no sabía a qué atenerse; por una parte, quería recriminarle esa actitud, nunca había soportado aquellos desplantes hacia su madre, pero no tuvo el valor suficiente para entrometerse, quizá por cobardía o puede que por miedo. El caso es que nunca se había enfrentado a él ni por un motivo ni por otro. Sólo cuando en una ocasión los escuchó discutir acaloradamente, él gritaba poseído por el demonio interno de la ira mientras ella, sumisa, aguantaba el chaparrón como buenamente podía. Ese día sí que se interpuso entre ellos para defenderla y se llevó un fuerte y sonoro bofetón que seguro no iba dirigido a él. Desde aquel día, y a pesar de las disculpas, esas que a su madre nunca le ofreció, la confianza en su progenitor quedó profundamente menoscabada y marcada de por vida como una cicatriz que jamás llegó a cerrarse.
Por otra parte a pesar de sus reticencias, nunca había sentido el menor interés por los ideales trasnochados y peregrinos de su padre, a pesar de su insistencia. Recordó la segunda vez que estuvo a punto de recibir otro bofetón, el día que le dijo que había votado a los socialistas, ¡qué ingenuo fue! Esos que «sin duda quemarán nuestras iglesias, asesinarán curas y violarán a monjas y a nuestras mujeres», cuando dijo esto recordó su mano bajo la falda de su secretaria, sonrió cínicamente mientras esquivaba el tortazo, después no pudo más que reírse mientras se zafaba de él. «¿Cómo era posible que alguien pudiera ser el alcalde de ningún sitio con aquellas ideas?», pero lo que peor llevaba era: «¿Cómo un personaje con aquellas ideas podía ser su padre?», eso era lo que verdaderamente le preocupaba, a fin de cuentas lo primero era por gracia de los vecinos, lo segundo no concordaba con sus ideales de paternidad y no quería resignarse a ello.
«¡Porque ya lo decía tu abuelo!» –otro que tal bailaba–, esas eran sus justificaciones aunque estuviese equivocado, su padre no cambiaba sus ideales, «de tal palo, tal astilla», pero él estaba orgulloso de no ser de esa misma madera, de no haber heredado el vetusto pensamiento de los patriarcas de la familia, hesitando hasta donde podían remontarse en la historia de la comarca.
Estaba orgulloso de pensar de manera libre aunque a su padre no le gustase, decía que esa palabra era muy suave, reconcomiéndose en su interior cada vez que las ideas de su hijo salían en cualquier conversación, por banal que fuese, o como le gustaba decir para provocarlo: «las no ideas de su vástago».
Se situó frente a él para exponer sus exigencias, como si de una negociación, de los muchos trapicheos que se traía entre manos, se tratase, mientras la mujer y madre escuchaba apostada tras la puerta, esta vez dispuesta a intervenir si fuese necesario aunque costase una «reprimenda» de su marido.
—¿De qué quería hablarme, padre? —Raúl rompió el silencio que se había instalado entre ellos, preludio de una conversación tensa, sin más demora y queriendo acabar cuanto antes—. ¿Tan malo es el asunto que no quiere que se entere mi madre? —inquirió mirándolo fijamente a los ojos, retándolo a su manera, expresando con su actitud que ya no le tenía miedo.
—Son cosas nuestras, de hombres quiero decir. Y esa persona que llamas «tu madre» es también mi esposa —cómo odiaba aquellas expresiones—. No tiene por qué saber nada…
—Entiendo… —pero realmente no comprendía, agachó la cabeza sintiendo vergüenza ajena, ¿cómo pudo sobrevivir? O mejor dicho, ¿cómo fue capaz de educarse a sí mismo en el pensamiento libre? Con semejante ejemplo retrógrado.
Su padre lo observó con desdén, como aquel que debe ofrecer algo a alguien sin estar convencido de hacerlo.
—¿Cuándo te harás cargo del negocio de tu padre?
—¡Carallo! Va directo al grano…
—Me queda poco tiempo, estoy cansado —sus manoseadas palabras parecían sinceras pero no se fiaba de él—. Es tiempo de elecciones y hay que prepararlo todo.
—No sabía que ese «negocio» —remarcó la palabra con un gesto— fuese tuyo y se pudiese heredar.
El hombre sonrió, de repente lo vio envejecido, como si en ese mismo segundo se le hubiese acumulado toda una vida de trabajo.
—¡Claro, hombre! Sólo tienes que desearlo.
—Pero… —dudó—, me tendrían que votar los vecinos, ¿no?
—Los vecinos quieren que yo sea el alcalde, lo de las urnas es un puro formalismo, una metáfora de la democracia; y ahora te toca a ti, déjalo en mis manos.
—No te entiendo —mintió descaradamente intentando ganar tiempo y tratando de sonsacarle, no sabía por qué derroteros seguiría la conversación.
—¡Qué ingenuo eres, hijo! —soltó con vehemencia—. Con tu apellido, tienes todo resuelto, en el partido ya me han dado sus bendiciones.
—¿Quién? ¿El señor cura? Pensé que era de izquierdas —respondió incrédulo tratando de provocarle.
—¿Don Anselmo? ¡Qué va! —continuó hablando sin pudor alguno, ese que desaparece con el exceso de alcohol—, es mi principal valedor en este pueblo desde su particular trinchera, el púlpito. Si no llegan los votos, él se encarga de que no haya carencias —y soltó una sonora carcajada.
—Sigo sin pillarte.
—¡Joder, hijo! ¡Tan listo que pareces a veces, otras hay que explicártelo todo! Y aquí las paredes tienen oídos y escuchan todo —esto último lo dijo en un tono lo suficientemente alto como para que se escuchase en la cocina—. Es muy sencillo, cuando faltan apenas dos horas para cerrar los colegios electorales, los apoderados del partido se encargan de comprobar quien falta por votar, llaman al señor cura y con su ejército de mojigatas se trae a los más ancianos, hasta les pagamos el taxi si es preciso, ¡todo por el partido! Repartidos por todos los distritos electorales suponen unos setecientos votos, a nuestro favor por supuesto, lo que en este pueblo de doce mil habitantes puede traducirse en unos quince puntos a nuestro favor y en una mayoría absoluta aplastante para ser el amo y señor de este pueblo y sus tierras. Cuando hay elecciones autonómicas o generales actuamos por el partido de la misma manera. Así ganamos todos en «la fiesta de la democracia».
—No se puede ser más asqueroso, padre —dijo escupiendo cada una de las sílabas.
—Me reitero, ¡qué ingenuo eres, fillo! —le soltó su padre tras una sonora carcajada.
—Sí, lo soy, pero lo prefiero a ser un cacique como usted, porque eso que me está contando no tiene otro nombre. No quiero seguir escuchándole, me avergüenzo de usted, de sus palabras y de todos los de su calaña y si pudiese rehusaría ser su hijo.
Era evidente que el orujo le estaba afectando y circulaba por sus venas de la misma manera que en las ocasiones de los anteriores bofetones. No creía que se atreviese ni tan siquiera a intentarlo. Estuvo a punto de levantarse de la mesa y dejarle con la palabra en la boca.
—Ya es hora de que te dejes de tantos dibujitos y hagas algo de provecho.
—Diseño, padre, se llama diseño gráfico y me gano la vida decentemente con ello, no me va mal.
—¡Dibujitos!
—Sí, padre, lo que usted diga.
El licor mermaba su capacidad de razonar y agudizaba el discurso grandilocuente carente de significado. Se le quedó mirando mientras pensaba: «¿y este es el alcalde de mi pueblo? ¿Este es mi padre?», mientras buscaba la forma de largarse de allí, le daba miedo que estrellase su ira contra su madre en cuanto él se marchase.
—¿Soy tu última esperanza? —preguntó indiferente.
—Sintetizando… sí, aunque prefiero llamarlo «la última oportunidad» de prolongar mi legado para que no muera conmigo.
—Querrás decir, tu reino del miedo —se atrevió a responderle pero en el patético estado en el que se encontraba, no lo escuchó bien.
—Con tus hermanos ya sé que no puedo contar —continuó hablando con las palabras resbalándole entre los dientes —hace tiempo que me lo dejaron claro, no sé por qué, pues nunca les faltó de nada y los muy ingratos así me lo agradecieron, dejándome con el culo al aire.
—Igual nos faltó lo más importante…
—Ahora soy yo quien no entiende, ¿a qué te refieres? —«ahora sí que escuchas, cabrón», pensó para sí Raúl.
—Da igual, como bien dices, es tarde para enmendar.
—¿Enmendar el qué? Tu padre no tiene que enmendar nada.
—¿Y mis hermanas? —preguntó para cambiar de tema, no era el momento de remover la mierda del pasado.
—No es trabajo para una mujer —contestó lleno de razón. Le sorprendió la respuesta a pesar de que se la esperaba—. Lo suyo es darme nietos y más les vale que sea cuanto antes.
—Padre, no puedo creer que estemos teniendo esta conversación —quiso zanjar el asunto, pues tirase por donde tirase se iba enredando cada vez más—. Será mejor que me vaya…
El viejo respiró profundo, aspirando el humo del puro que se estaba fumando, su olor dulzón inundaba la estancia mezclándose con los efluvios del licor de hierbas que presidia la mesa y que el alcalde sólo sacaba en ocasiones especiales. Su madre continuaba agazapada tras la puerta de la cocina sin perder detalle de la conversación. De cuando en cuando hacía ruido con los cacharros para disimular y así evitar al mismo tiempo que su marido se acercase por la cocina. A medida que la conversación iba subiendo de tono se acrecentaba el miedo en su interior. Le aterraba la perspectiva de que su último hijo la dejase sola con aquel hombre.
—Eso, huye calzonazos, huye como lo hicieron antes tus hermanos, ya estoy acostumbrado a vivir entre cobardes —las palabras se embotaban en su boca, pero no le impedía escupirlas con odio exacerbado hacia la sangre de su propia sangre—. Era lo que me faltaba, ¿desde cuándo eres comunista? ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¿Quién te ha metido esas jodidas ideas en la cabeza?
—Piénselo, padre, es muy fácil…
—Puto rojo de mierda, ¿A quién habrás salido? A tu puta madre, seguro… eso es lo que eres, un rojo hijo de puta…
Se echó un paso atrás, para evitar su radio de acción y hacer algo de lo que pudiese arrepentirse; le contestó con toda la calma que pudo reunir:
—Padre, está borracho y quiero creer que no piensa lo que está diciendo, pero a mi madre no la meta en esto, bastante tiene que aguantar ya. 
»No soy comunista, ni bolchevique, ni rojo. Nada más lejos No quiero quemar iglesias ni matar curas como usted piensa. Lo único que mueve mis ideales es la convivencia en paz con mis semejantes. No me creo mejor ni peor por tener más o menos dinero, ¡Claro que me gusta el dinero! ¿A quién no? Cómo a todo Cristo, pero el ganado con mi trabajo duro, sí, «ese de los dibujitos» como dice usted. No el robado con el sudor del de enfrente, no con el conseguido por el miedo. No soy superior por ser blanco, por creer en Dios o ser ateo, por besar una bandera o la mano de un rey. ¿De verdad que no aprendió nada durante la guerra? Yo no estuve allí pero creo que aprendí más con los libros de historia que usted viviéndola en sus propias carnes. Murió demasiada gente antes de tiempo tan sólo porque a un alfeñique se le ocurrió que sus ideales eran los mejores y que podía mantenerlos sobre los demás a base de miedo.
Ante tanta elocuencia el hombre no supo qué responder, tampoco estaba en condiciones de hacerlo; no tenía ni un solo argumento válido que exponer, su hijo continuó su diatriba sin darle la menor oportunidad para rebatirle, el alcohol hizo el resto.
—¡Si eso es ser rojo, pues entonces lo prefiero a ser como usted! Nunca pensé…, mejor dicho, nunca quise creer que fuese el cacique del pueblo del que todo el mundo hablaba, a pesar de lo que me decían por la calle. ¡Cuántas veces lo defendí! ¿Lo sabe? ¡No tiene ni puta idea! ¡Qué va a saber usted si vive en su castillo ignorando lo que ocurre a su alrededor!
»Aunque sería la oportunidad —dijo robándole sus palabras—, de heredar su reino de miedo, para derribarlo y cambiarlo desde la raíz.
—Ni se te ocurra… —trató de amenazarlo, acercándole su boca hedionda de alcohol al oído.
—¿O si no qué? ¿Hará que me rompan los cristales del coche? ¿Tal vez contratar a alguien para que me mate? ¿Sería capaz, a su propio hijo? ¿A su propia sangre?
—Tú ya no eres de mi sangre, márchate, como lo hicieron tus hermanos —le gritó con palabras escupidas con odio hacia su desheredado, repitiendo las mismas consignas una y otra vez—. Era lo que me faltaba, ¿Desde cuándo piensas así?
—¿De verdad que no lo sabe? Claro, cómo va a saberlo si siempre le hemos importado una mierda, nunca tuvo un gesto amable con nosotros, ni siquiera una sonrisa cuando nos asustaba la oscuridad de la noche, en vez de eso siempre asustándonos con hombres lobo y fantasmas. Nada, siempre ha habido un gran vacío entre usted y nosotros, sus hijos.
—Ya lo decía tu abuelo: con el Generalísimo esto no pasaba, todos los rojos de mierda estaríais en la cárcel o fusilados…
—No ha escuchado nada de lo que he dicho, ¿incluso si fuese su propio hijo seguiría opinando lo mismo?
—No le temblaría el pulso, te lo aseguro…
—¿Y a usted, tampoco?
—…No como a estos blandengues que gobiernan ahora.
—…Adiós, padre. No quiero saber nada más de usted —concluyó lacónico y cabizbajo.
Se levantó y lo dejó con la palabra en la boca. Sólo sufría por su madre, por lo que había padecido y lo que aún le quedaba por pasar con aquella bestia.
—Llámeme si hay algún problema —fue su manera de despedirse mientras le daba un beso y le ponía en la mano un número de teléfono garabateado en un papel antes de irse.
No volvió a dirigirle la palabra nunca más a su padre, ni siquiera volvieron a verse. Tan sólo en la única y excepcional ocasión. Raúl se enfrentó a su padre cuando tuvo que cederle el bastón de mando de la alcaldía. Se había presentado a las elecciones en un partido independiente y las ganó por una ajustada mayoría. Nunca supo, ni tampoco indagó si fue por su apellido o por sus ideas para modernizar el pueblo; el caso es que derrotó al candidato del «partido en el poder».
Cuatro años dieron para menos de lo que deseaba, la sombra de su padre era alargada, fue difícil hacer olvidar las políticas del miedo de su predecesor. Los vecinos pasaban por la alcaldía para solicitar y ofrecer favores que él consideraba que no debía conceder sin el beneplácito de su equipo de gobierno, ni tan siquiera asfaltar las pistas de acceso a sus viviendas a cambio de… ¡Qué más da a cambio de qué! Las cosas habían cambiado y lo tenían que aceptar, pero la gente no comprendía que ya no debían nada al alcalde, sino que era este el que les debía mucho, que ya no era el cacique del pueblo, sino un ciudadano más que estaba allí para servir al pueblo y no para aprovecharse de él como en los últimos…, demasiados años, demasiadas generaciones.
Parte de su mandato lo dedicó a limpiar aquel ayuntamiento de todo tipo de chanchullos, demasiados para su gusto. Cuántos más encontraba, más se alejaba y crecía la indiferencia hacia su padre, el viejo dictador.
No consiguió llevarlo a los tribunales para que lo juzgasen por tanta ignominia, falleció antes de que eso ocurriese. Murió en la más absoluta soledad, su mujer también acabó abandonándole.
Una fría y brumosa tarde acudió a identificar su cadáver, asistió al entierro en representación de la corporación municipal. Sólo su madre y él lo velaron en el tanatorio. Nadie acudió al entierro, sólo el cura que ofició la ceremonia.
Dicen las malas lenguas que ese día se acabaron las existencias de albariño en el pueblo, pero no se escuchó descorchar las botellas. A pesar de todo, el miedo impregnó un tiempo el ambiente hasta que madre e hijo marcharon lejos de allí…
Su epitafio rezaba así:
«Aquí yace quien vivió a costa de este pueblo como un alcalde dictador y murió en la más completa soledad»
Días más tarde, una pintada de color rojo sustituyó la palabra alcalde por la de cacique, nadie la limpió jamás.

Décimo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
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Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

domingo, 22 de marzo de 2020

Los miserables

Mayo de 2018 

Hay escenas que se aprecian mejor al amparo de la noche, cuando la luz es escasa, en el caso de que la haya.
Una de esas circunstancias tenía forma de un par de zapatos, raídos por el tiempo, que de cuando en cuando se movían, casi escondidos bajo la tapa entreabierta de uno de los contenedores de basura de la calle donde vivo.
Me acerqué con cuidado para no espantar semejante visión nocturna. Mientras el cielo, cegado por las farolas que tenuemente iluminaban aquel drama, amplifica la pobreza como si se tratase de una obra de teatro de segunda; allá arriba, indiferente a las miserias que pueblan la tierra y enamorada de sí misma, una estrella fugaz arañaba sin compasión la oscuridad de la noche, sabiéndose bella.
Pero la escena no tenía nada de poética, y si acaso lo era, se trataba de poesía salvaje y agría, nada amable. 
Golpeé suavemente aquellos pies y les dediqué bien alto, para que su propietario me oyese desde el interior de su improvisada oficina, un saludo de hermano.
El hombre, con la piel raída por el tiempo a juego con sus zapatos al que pertenecía aquella sombra que sobresalía del contenedor, dejó de rebuscar en las entrañas de aquel contenedor por un instante. Parecía guiarse nada más que por el tacto, y ¿cómo lo iba a hacer? Con tan poca luz. Se levantó sorprendido, no parecía esperar ninguna visita y mucho menos que un desconocido le saludase de esa manera a esas horas intempestivas y en semejante tarea; pero yo tenía que deshacerme de mis desperdicios diarios.
—¿Qué tal? —pregunté —. ¿Encontraste algo? —fue lo único que se me ocurrió decir en ese momento de desconcierto, tampoco soy de discurso fácil.
Me obsequió con un esbozo de sonrisa, el que da la locura cuando llevas viviendo en la calle demasiado tiempo. Mi comentario no le había hecho la menor gracia, era evidente, pero agradecido por la conversación, y a pesar de su cara famélica y alterada por la desnutrición, no le faltó humor para soltarme:
—¡Claro! Siempre se encuentra algo aprovechable… —dicho por aquello de no parecer más pobre y miserable de lo que ya era.
Ignorando lo que yo trataba de hacer y repuesto del inesperado encuentro, volvió a su tarea sumergiéndose de nuevo dentro del contenedor. Daba la sensación de que tenía prisa, quizá porque debía rebuscar antes de que llegase el camión de la basura y se la llevase. Un pequeño carro de la compra vigilaba y aguardaba cerca del depósito esperando a que su dueño le confiase sus trofeos. Al poco se levantó de nuevo.
—¡Mira qué encontré! —comentó con una mueca forzada que marcaba las arrugas de su tez morena mientras introducía un gran envase de plástico en el carrito—, mañana podré comer bien…
No lo podía ver bien, la escasa luz no me lo permitía, pero parecía una pieza grande y alargada de pescado congelado. Quizá por eso las dos noches siguientes no me encontré con él en nuestro particular «local social». 
Otra noche en la que le volví a ver, me enseñó una bandeja de filetes de carne que podría aprovechar, «si los limpio un poco».
Días después, me contó que había encontrado una máquina de coser antigua, de esas a las que hay que darle con fuerza en el pedal con el pie para que funcionen y que, a lo mejor, podría venderla para sobrevivir un par de semanas. Seguía visitando los puntos de recogida de basura a diario, tenía su territorio. «El dinero puedo guardarlo en un calcetín para cuando no haya nada en los contenedores».
Otro día, cuando me encontraba cerca, encontró una buena cámara de fotos, de esas que revelan al instante la imagen y las puedes ver en un momento. Funcionaba perfectamente, nos hicimos un autorretrato, como dos buenos amigos que se conocen de toda la vida y que por los azares de la vida se reencuentran. Quería que me la quedase, incluso la cámara, pero no podía aceptarla, nos conocíamos hacía poco tiempo. Además, seguro que él le sacaría mejor partido, yo no estoy para tirar cohetes pero voy subsistiendo sin tener que llegar a sus extremos.
Como casi siempre ocurre, de las sobras que caen de la mesa de los ricos comen los perros, y también algunas personas. Seguro que mientras nos hacíamos aquella fotografía, que al final acepté, cualquier cadena de televisión les estaría ofreciendo a esos «ricos», algún mundo de fantasía, alegría y color que les ayudase a sobrellevar su anodina existencia. No es que esté mal, hasta cierto punto, tratar de obtener esos mundos inalcanzables para la mayoría de los mortales.
Pero la realidad hay que buscarla también entre las sombras de la noche, esa de la que los «ricos» huyen despavoridos. Les haría mucho bien a la gente considerada normal –aunque hablar de normalidad siempre es relativo– de a pie, pero sobre todo a aquellos que miran al resto de los mortales desde sus pedestales de piedra robando sin ningún tipo de pudor lo que pertenece a todos, a manos llenas y sin conciencia social alguna.
¿Quién sabe? Quizá de esa forma se podrían vacunar, al menos una temporada, contra la tentación de apropiarse y aprovecharse de las riquezas de este país nuestro y que son de todos, incluso de aquel que busca qué comer entre la basura de los contenedores de la gente «normal».
Me pregunto: ¿Quiénes son los verdaderos miserables de esta historia?


Séptimo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
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Autor de los textos: Alberto L. Lorente

sábado, 21 de marzo de 2020

Un mal día

Mayo de 2018

Escogí un mal día para querer ser más joven. Escogí un mal día para ser famoso. La verdad es que no se me da nada bien escoger los días.
Vivo en un barrio normal, no es que sus vecinos nademos en la abundancia, pero tampoco roza lo marginal, ¡vamos! Lo que antes se denominaba un barrio obrero, a pesar de que la mayoría tampoco
somos obreros. No, hace tiempo que no lo somos. Nos ha tocado vivir tiempos difíciles, se nos había olvidado pasar hambre, pero que como si de una noria se tratase, gira, gira, vuelve a girar y hemos vuelto a empezar.
Hemos vivido bien durante una época, en nuestra burbuja, no nos podíamos quejar. No sobraba el dinero, pero sí que podíamos permitirnos ciertos lujos, no tan a menudo como quisiéramos, aunque nos hacía pensar que la vida no era tan mala para los curritos de a pie que día a día movíamos la verdadera economía de este país.
Esos tiempos quedaron atrás hace ya algunos años, una década, se dice pronto. Una década en la que nos ha tocado sobrevivir a base de mucho esfuerzo y, en la mayoría de los casos, al borde de una pobreza tan real que nos consumía; esa que no aparece en ninguna estadística porque nos daba vergüenza la caridad. Pasar hambre o temer que la pasaríamos no era un ave que planease sobre nuestras cabezas sino una cruel realidad.
No es raro encontrarte por la calle a un Messi o a un Cristiano Ronaldo, bueno, «futuros proyectos de», que nunca llegarán a nada porque carecen de la suficiente disciplina, y de las ganas de esforzarse para llegar a serlo, es más fácil verlo por televisión o por el móvil. Es la cultura del acomodo en la que hoy vivimos
Un barrio de la media nacional, no hay alarmas ni cámaras de seguridad. Por no haber, ni sucursales bancarias hay. Un lugar donde las ayudas sociales se quedan siempre por el camino, o sería mejor decir, en los bolsillos de algún político del partido en el poder al que no conoce ni Dios, ni siquiera cuando salen en las noticias de la televisión declarando ante un juez.
La mejor palabra que define mi barrio es «quizás». Quizás algún día cambie todo; quizás encontremos una solución; quizás no estemos en el mejor lugar del mundo o quizás algún día tengamos suerte. Quizás...
Pero esa suerte siempre nos esquiva, quizás porque cuando asoma sus narices por aquí la matan a cañonazos.
Recuerdo hace unos años, cuando tocó el gordo de la lotería de navidad en el bar del Curro. Solía frecuentarlo todos los días, no estaba lejos de mi casa, para tomarme un café y ponerme al tanto de todas las noticias y cotilleos que salpicaban sus calles. Ese año fui de los pocos que se quedaron con las ganas de celebrarlo, quizás porque tengo la mala costumbre de querer comer todos los días y los veinte euros que cuesta el décimo pueden suponer la diferencia, en mi barrio, entre comer y pasar hambre. La vida dista mucho de cómo nos la cuentan en los anuncios de televisión, quizás eso ya lo sepan porque ya lo han experimentado alguna vez en carne propia, pero aún hay demasiada gente que no.
¿Recuerdan aquella publicidad que mostraba la solidaridad del dueño de un bar con un cliente habitual que no pudo comprar su participación a tiempo, o por lo que fuese? No mentiría si les dijese que se basaron en mi vida para recrearlo. Recuerdo bien como entré en el establecimiento y me fui a la barra a tomarme un café, como todos los días, mientras una algarabía a mi alrededor celebraba su buena suerte, ¡hasta vino la televisión! Nunca fui de comprar lotería de navidad ni de ningún tipo, a veces pruebo con la primitiva cuando me sobran un par de euros. Soy de los que piensan que nunca toca, que todo es un montaje para recaudar más impuestos a costa de la confianza ciega en el azar y la buena suerte de los pobres de espíritu. Pero ese año tocó, ¡vaya que sí! ¡Y bien que tocó! Y a mí lo que me tocó fue tragarme mis ideas mojadas en un café amargo. Como bien decía Mark Twain: «¿morir por mis ideales? Jamás, podría estar equivocado», porque en mi barrio también sabemos leer, no se vayan a pensar que todos somos unos brutos ignorantes.
El caso es que allí estaba yo, tomándome mi café todo lo tranquilo que el alocado e inquieto descorchar de botellas de cava me dejaba, yo pensaba: ¿quién pagará todo esto? Nunca lo supe ni tampoco me importó averiguarlo.
—Paco, me cobras…
Paco es el dueño del bar del Curro, trabaja de sol a sol para sacarse cuatro perras, no suele tener mucha clientela de pago, pero como él dice: «es lo único que tengo». Un buen tipo, Paco.
Pone un sobre al lado del vaso de la taza de café vacía y me dice:
—Son veintiún euros.
En ese momento me viene a la mente el puñetero anuncio, ¡no es posible!
—Joder, Paco, ya te vale, veintiún euros por un café —le recrimino mientras abro el sobre al tiempo que esbozo una leve sonrisa y los ojos se me empañan por la emoción del momento.
Paco me mira con desdén, como perdonándome la vida, esa que es tan real como el contenido del sobre.
—Un euro por el café de hoy y los veinte que me debes del mes pasado, que no se me han olvidado.
Sus palabras me cortan la emoción de cuajo y me devuelven a mi cruda realidad. En el sobre lo único que hay es una nota recordándome que soy un moroso, pequeño, «¿qué son veinte euros en comparación con la inmensidad del universo?», pienso. Y como si me leyese el pensamiento se dirige hacia mí para soltarme un sermón.
—No soy una ONG, que mi trabajo me cuesta mantener esto abierto en los tiempos que corren. —No sé cuántas cosas más dijo, yo había desconectado de mi entorno evadiéndome en mis pensamientos hasta que lo vi alejarse para apaciguar a los que celebraban su buena suerte, o quizás no fuese tan buena —. Seguro que estos capullos se largan sin pagar las botellas de cava.
Así es mi barrio, donde la realidad se hace patente a cada instante sin darte respiro.
Aquel año sus calles se llenaron de lujosos y potentes coches, de móviles de última generación, de derroche sin pundonor creo que no se tapó ningún agujero como muchos decían, por el contrario, se abrieron muchos boquetes en las economías. Fue una temporada de olor a neumáticos quemados y a gasolina que impregnaba el ambiente de la avenida principal las noches de los viernes y algunos sábados. Donde los jóvenes y no tan jóvenes ponían a prueba su fanfarronería y las pocas luces quemando el dinero que no les había costado trabajo ganar. ¡Un mundo de locos, sí!
Carreras ilegales al margen de la policía, que ahora ni siquiera los antidisturbios se atreven a entrar. Trapicheo, prostitución… son los lodos de aquellos polvos que fue el azar; son sólo algunas de las actividades que «educan» a los menores que en mucho casos se han convertido en los reyes de la calle. El mundo al revés.
Ahora la mayoría de esos coches han desaparecido, o en el mejor de los casos se han convertido en enormes masas de mierda por falta de mantenimiento y uso. Conglomerados de goma, chapa y cristal que si alguna vez lucieron ostentosos hoy son una montaña de chatarra en ruinas. Monumentos indiferentes al despilfarro en tiempos de crisis que como esos aeropuertos sin aviones, o esas autopistas sin vehículos que se llevaron el dinero que el azar trajo en el caso de los coches, en los otros, quiero pensar que la estupidez humana no tiene límites ni tampoco el descaro de los políticos.
Ni que decir tiene que pagué mi deuda ese día y que el bueno de Paco nunca más me volvió a fiar, ni yo a tomar café en su bar.
¿Qué tendrá el dinero? Se me viene a la cabeza esa canción que cantaba Paco Ibañez en otros tiempos… «hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar, al pobre hace discreto, a hombre de respetar, hace correr al cojo y al mudo le hace hablar…». ¿Qué será que cuando lo tenemos en grandes cantidades nos ciega? Pero a mí no me pregunte, yo siempre he sido pobre y quizá siempre lo seré.
No quiero seguir describiendo las miserias del barrio, donde mi existencia se arrastra por las esquinas tratando de sobrevivir. Es un barrio como otros muchos en una ciudad, como otras muchas en este nuestro país; quizás demasiadas en este momento de las historia.
Como explicaba antes, escogí el peor día para hacerme famoso. Sí, soy el que últimamente lo peta en YouTube. Ahora seguro que se están preguntando a qué se debe mi fama, ¿verdad?
Caminaba por una calle de mi barrio despreocupado, absorto en los problemas que acucian mi vida, ya no recuerdo bien hacia donde iba, ni eso tiene relevancia ahora. Un grupo de niños jugaba con un balón, sí, ha leído bien, jugaban al fútbol en la calle, como si no hubiese un mañana. Hoy en día es difícil ver semejantes escenas, parecen inverosímiles, en una época en la que el deporte de niños, jóvenes, incluso de adultos, es pasarse las horas muertas frente a la pequeña pantalla de un móvil.
De repente vi como el balón planeaba hacia mí sin dueño. Detrás de uno de esos coches abandonados que hacían las veces de portería, apareció un niño de no más de diez años, llevaba el pelo cortado como uno de esos héroes de pantalón corto y camiseta que se ven por la televisión en el bar de Paco.
—Señor, ¿me puede pasar el balón?
«¿Señor? Pero que te has creído, mocoso» pensé mientras paraba el balón con un estilo que envidiaría el mismísimo Iniesta. Esa palabra de tan solo cinco letras pero que venía cargada de menosprecio fue el detonante de mi desgracia. Enardecido reaccioné a la maldita palabra con fanfarronería pasa demostrarle al muchacho que todavía estoy hecho un chaval. Error, tremendo error. Intenté emular a los futbolistas de mi niñez haciendo una chilena con el esférico para reivindicar que aún no soy un señor. Pero un error de cálculo al realizar la cabriola me hizo caer al suelo con un golpe seco, como un saco de patatas de ochenta y cinco kilos, más o menos. Oí el sonido de mi cadera al romperse con un «clac» que no dejaba lugar a dudas, y allí me quedé, retorciéndome de dolor sin poder incorporarme.
Se acercaron más niños, con sus móviles en mano para grabar la patética escena, pensaba que alguno me ayudaría a levantarme, y me levantaron, sí, la cartera y el móvil mientras yo pedía auxilio. Nadie más se acercó, sólo otro niño que parecía aún más joven que los anteriores me registró los bolsillos como un experto ladrón, buscando algún trofeo que llevarse. Al no encontrar nada, de pura rabia, me propinó una patada en la espinilla al grito de: «¡Pringao!». Los demás le rieron la gracia mientras seguían grabando con sus móviles de última generación, yo di por perdido el mío y empecé a temer por mi vida.
Días más tarde era conocido como el «pringao del barrio en YouTube», con más de medio millón de «me gusta». Así es como me hice famoso en un mal día.
Como dije antes, si la policía no osa entrar en el barrio más que de pasada, mucho menos se atreve una ambulancia, y no les culpo. La última vez que una lo intentó, poco menos que salió con el chasis al aire.
Nadie me ayudó, hace tiempo que la gente de mi barrio dejó la solidaridad en algún contenedor de basura. Cada uno va a lo suyo sin importarle los demás. No voy a contar como conseguí llegar a urgencias ni tampoco como cursé la denuncia en la comisaría de policía, ese secreto se irá conmigo. ¿Para qué contarlo? ¿Para mostrar más miserias de esta puta sociedad en la que vivo?
Sólo quería que conocieseis las miserias de mi barrio, supongo que cada uno tiene las suyas, incluso en el barrio de Salamanca o en La Moraleja, pero allí las miserias son de otra manera, suelen ir cubiertas de hipocresía, fingiendo que todo va bien y que todos somos felices.
Arrastro mi existencia por sus calles, me ayudo con un bastón tratando de sobrevivir a la fama que me precede, aunque no cobro ni un céntimo por ella.
Quizás algún día podré mudarme a un lugar donde vivir mejor, como dice la canción, al barrio de la alegría porque ahora vivo en la calle melancolía y siempre que lo intento ha salido ya el tranvía, o como en mi caso… el cercanías.

Octavo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
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Autor de los textos: Alberto L. Lorente

viernes, 20 de marzo de 2020

Nos vemos en el cielo


Febrero de 2018


—¿Te duele al respirar?

—Sí, me duele, pero sólo un poquito.
—Miguel, cariño, dime la verdad, ¿te duele mucho? —insistió ella con la voz quebrada.
—Sí —respondió el pequeño, cabizbajo.
—No tienes por qué disimular. —No quería que sus palabras sonasen a regañina, ni a reproche.
—¿De verdad? ¿Ya no tengo por qué hacerlo? —preguntó el niño con ingenuidad y con la felicidad que era capaz de reunir en aquel momento—. ¡Lo haré por ti, mamá!
—¿Eso es lo que estás haciendo? ¿Luchas por mamá? —Ahora sí que sus interrogantes encerraban un pequeño reproche, lo último que quería era que su pequeño siguiese sufriendo en silencio.
—Bueno… sí, porque no me gusta verte triste…
Su corazón se hizo añicos al escuchar la respuesta de su hijo. No sabía qué decir ni qué hacer para paliar un sufrimiento tan grande, tanto el que padecía ella por verle así, pero sobre todo por el trance tan doloroso que sufría su niño.
En ese instante entró la oncóloga en la habitación, lo miró y percibió el dolor en sus ojos, no acostumbraba a perder a aquellos pequeños luchadores. Un dolor que a estas alturas apenas paliaban los sedantes que le administraban, tampoco era cuestión de mantenerlo dormido todo el tiempo; cómo decía su madre: «quisiera que permaneciese despierto hasta que se fuese».
La doctora había trabajado con toda la honestidad que podía ofrecer, todo el tiempo, pero el TAC mostraba como los tumores que aplastaban sus bronquios y su pequeño corazón se habían extendido como un reguero de pólvora en los últimos meses. Ese tipo de cáncer ya no era tratable, se había hecho resistente a cualquier tipo de tratamiento por novedoso o experimental que fuese.
La última decisión fue mantenerlo con el menor dolor y sufrimiento posibles, mientras su salud se deterioraba con rapidez.
Captó en la mirada de la doctora que el final era inminente. Miguel tan sólo tenía seis años, «por Dios, sólo seis años y más de la mitad llena de sufrimiento», pensaba la madre; tanto para él como para su familia que lo veían apagarse como una vela, sin poder hacer nada, tan sólo hacerle la vida lo más bella y agradable posible, aunque en realidad estuviesen rotos por dentro. Nadie merecería tanto sufrimiento.
Su mayor deseo era ser policía, para proteger y servir a la gente, cómo él decía, pero nunca llegaría a ver cumplido su sueño a pesar de ser un gran héroe que le echó un pulso a la muerte hasta el último suspiro por ver feliz a su madre.
Después de la visita de la doctora, la madre no se separó ya del pequeño, ansiaba disfrutar de él alargando al máximo el tiempo que le quedaba. Jugaron, vieron algunos de sus vídeos favoritos en su tablet, sonrieron todo cuanto pudieron, aunque la risa también causaba mucho dolor al niño.
Se tumbó junto a él en la cama y mantuvieron su última conversación mirándose a los ojos.
—Cariño, ¿sabes cuál ha sido siempre el trabajo de mamá?
—Sí, mantenerme a salvo —contestó con los ojos brillantes y una gran sonrisa.
—Pero, mamá ya no puede hacerlo más, ¿me comprendes?
—Creo que sí.
—En este momento la única forma de mantenerte a salvo es dejarte ir. —Estuvo a punto de romper a llorar pero trato de mantenerse serena.
—Entonces, ¿quieres que me vaya? ¿No quieres que me quede aquí, contigo?
—Cariño, no es eso, pero será lo mejor para los dos. —Estaba destrozada, eso no era el curso normal de la vida; los padres no deberían enterrar a los hijos. No era justo tener aquella conversación.
—No te preocupes ni estés triste por mí, mamá, me iré al cielo y jugaré hasta que llegues. Vendrás, ¿verdad?
—Por supuesto, no podrás deshacerte de mamá tan fácilmente, pillastre.
—¡Gracias, mamá! —dijo con la voz agotada por el esfuerzo—. Jugaré con Pipo mientras te espero.
El pequeño entornó los ojos tratando de recuperar el aliento. Su madre aprovechó el momento para ir al baño. El silencio era tan intenso que apenas se podía escuchar el respirador mecánico que le ayuda a mantenerse con vida.
Cuando regresó a su lado comprobó que dormía tan profundamente que parecía que nunca más despertaría. Lo cogió, y lo abrazaba con fuerza, sabía que el fin había llegado, lo presentía, pero se aferraba a una vana esperanza y no quería dejar de abrazarlo mientras reposaba inconsciente. Por un instante recuperó la consciencia para dedicarle las últimas palabras a su madre.
—Mamá, te quiero… mucho. Nos veremos en el cielo —susurró con fatiga.
Cerró los ojos y dio su último aliento a las cinco menos cuarto de aquel frío día de noviembre mientras su madre, con la fuerza que reunió desde su corazón, le cantó al oído su canción favorita: «don´t give up» (no te rindas), de Peter Gabriel. Y aunque sabía que su pequeño ya no podía escucharla la cantó hasta la última estrofa, quizá para que las palabras le insuflaran la energía que necesitaba para afrontar el derrumbe de su mundo.
Desde aquel día su lucha para que su hijo recibiese un trato digno en su enfermedad, cesó, No tenía que preocuparse por nada más, pero aquel día comenzó una nueva lucha para que todos esos políticos que se creen que pueden jugar con la salud de sus semejantes, sobre todo la de los que tienen menos recursos económicos, se diesen cuenta de que nadie merece sufrir por no poder costearse un tratamiento y mucho menos morir.
Reclamó cada día de su vida más investigación, mejores tratamientos, más financiación, mayor implicación y menos símbolos, menos banderas, menos coronas, gastos superfluos y coronas sólo las que iluminan la noche en forma de estrella. Así lo hizo porque no quiso que la muerte de su hijo hubiese sido en vano
Aquella mujer no temía a la muerte porque sabía que su pequeño la esperaba más allá de las estrellas, y porque hay recuerdos que por más que el olvido se empeñe, no se borrarán jamás...



Quinto relato incluido el el libro Archivos Reservados.
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Autor de los textos: Alberto L. Lorente

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Autor de los textos: Alberto L. Lorente