Junio de 2018
Esta historia se podría haber producido en cualquier pueblo de la Galicia profunda al igual que en cualquier pueblo de la Galicia industrial, incluso en cualquier pueblo de España. Aunque es una ficción, está basada en hechos reales y espero que haga reflexionar a todo aquel que lo lea, es más habitual de lo que se pueda creer…
—Lo que hace falta para arreglar esto es otra guerra, hay que limpiar este país de rojos e indeseables; de negros, musulmanes y todas las alimañas de semejante pelaje…
Raúl no podía creer lo que su propio padre acababa de soltar por la boca como un auténtico escupitajo lleno de odio y resentimiento. Él, que había pasado tantas calamidades durante la dictadura del infame tirano a pesar de su origen y sus ideas afines.
No le gustaba nada hablar de política con su progenitor, «escoge siempre el bando de los ganadores», le decía. Esa era su máxima y a buen seguro sería grabada sobre su lápida como epitafio.
—¿En serio, padre?
No estaba acostumbrado a enfrentarse a él, siempre le tuvo mucho respeto, sobre todo, cuando le hablaba de su trabajo. Era el alcalde del pueblo desde… hacía tanto tiempo que había perdido la cuenta; y antes lo fue su abuelo como si fuese un título hereditario.
A punto de cumplir los treinta y dos, no entraba en sus planes seguir sus pasos, ni siquiera de lejos. Quería romper de una vez por todas ese cordón umbilical invisible que los mantenía unidos y emprender su propio camino.
Tuvo una educación impoluta, en ese sentido nunca pudo reprocharle nada, educado en la abundancia y con todos los medios a su alcance no tuvo que preocuparse de cómo enfrentarse a la vida.
Raúl nunca quiso saber, cuando en el colegio le preguntaban él sólo contestaba: «mi padre consigue lo que necesites, trabaja de alcalde», aunque no sabía muy bien lo que significaba eso, pero tenía bien aprendidas las palabras que debía decir, era como decir las palabras mágicas para abrir las puertas y conseguir todo lo que se proponía..
Tan sólo se percibía cierto cambio de actitud, sobre todo en sus maestros cuando lo decía; y es que él no le conocía otra actividad que aquella. Cuando maduró, supuso que no siempre había ostentado dicho cargo. A veces hablaba con su madre del tema, pero sus contestaciones tampoco eran muy claras cuando se refería a ello, «de esas cosas no entiendo», obtenía por respuesta, «son cosas de tu padre, yo ya tengo bastante con criaros y llevar la casa». Sumisa con su cónyuge como buena esposa que era, no opinaba de casi nada, ni su marido la dejaba hacerlo. Eso era algo que no entendía, pero no era cuestión de ponerla en un compromiso, ni tampoco en contra del señor alcalde, que lo era, no sólo del pueblo sino también de su casa, su mayor feudo y su castillo.
Recordaba detalles, como aquel cuando fue a visitarlo a la alcaldía una vez. Era su hijo y podía entrar y salir de sus dependencias a su antojo, aunque no lo hacía; siempre pedía permiso a su secretaria, una mujer muy guapa con mirada melancólica, quizá porque estaba harta de aguantar, sin opción de insubordinación por miedo a perder su puesto, las órdenes de aquel hombre. Aquella vez, entró sin llamar en el despacho de su padre y la encontró sentada en su regazo con su mano buscando algo bajo su falda. Desde aquel día si no la encontraba en su mesa, esperaba fuera a que apareciese antes de entrar. Tardó años en comprender qué había ocurrido ese día.
En otra ocasión, le pidió permiso a aquella mujer de mirada triste para entrar; cuando lo hizo se encontró en la sala anterior a la alcaldía; había dos hombres desesperados que miraban al suelo con sus pensamientos perdidos y pisoteados por todo el que pasaba por allí. Su padre hablaba con un hombre que parecía muy agobiado. «Haré lo que pueda, moveré tu curriculum por las empresas del polígono, pediré algún favor y seguro que algo podremos apañar», le pareció entender; acto seguido tras despedirse del hombre que no hacía más que darle las gracias muy agradecido, parecía atormentado por su situación, seguramente con cargas familiares y sin perspectivas de encontrar un empleo. Vio como su padre cogía los papeles que le había entregado, los rasgaba y los tiraba a la papelera; le sonrió buscando su connivencia y le guiñó un ojo mientras murmuraba: «valiente hijo de puta, así te pudras en el infierno, tú y toda tu familia, rojo de mierda», en su ingenuidad no entendió nada de lo que vio hasta años más tarde. Aquel hombre era el padre de Vicente, su mejor amigo.
Las vacaciones escolares proporcionaban una especial complicidad entre padre e hijo en aquel despacho de alcaldía. Se pasaba allí muchas mañanas «trabajando» en sus primeros diseños mientras su padre gobernaba el pueblo. Una de aquellas mañanas escuchó de repente unos gritos procedentes del exterior. Procedían de un hombre que se quejaba, lleno de razón, acusaba al regidor de mandar a sus matones para amedrentarlo; rompiendo los cristales de su coche mientras su hijo estaba en el interior del vehículo. Nunca admitió críticas, y aquel hombre, al parecer se dedicaba a censurar sus actuaciones, a destapar sus asuntos sucios y, sobre todo, sus más que evidentes prevaricaciones. Fue la primera vez que Raúl le vio la cara al miedo, el mismo miedo al que su padre sometía a todo el personal bajo su mando, con el que conseguía hacer y deshacer a su antojo todo tipo de tropelías en el pueblo.
Un dictador en definitiva dentro del complejo entramado de esta supuesta democracia que nos venden cada día como modélica, llena de infames personajes.
Después de algunos años, llegó el día en que el hombre debía dejar paso al relevo, y aprovechó la visita semanal que todos los domingos les hacía para comer.
La comida discurrió distendida hasta los postres cuando su madre se levantó con el beneplácito de su marido para recoger la mesa y servir el postre y los chupitos mientras ella se dedicaba a limpiar la cocina.
—Madre, deje que ya le ayudo —se ofreció.
—No, tú te quedas aquí a hablar conmigo, no seas maricón —interpeló su padre de la manera más machista que pudo recordar—. De eso ya se encarga tu madre. Los hombres no tienen que hacer estas cosas, no hay que dar malos ejemplos, que luego les da por pensar que son iguales a nosotros. Tú y yo nos quedaremos hablando aquí.
—Pero…
—Ni peros, ni hostias —dio un golpe seco sobre la mesa sentenciando.
Se hizo un silencio tenso en la estancia mientras aún retumbaban los ecos del golpe sobre la mesa. La mujer se levantó y se afanó en recoger rápidamente los platos sucios haciendo el menor ruido posible para no incomodarlo. No sabía que quería hablar con su hijo, pero le había quedado claro que a ella no le interesaba. Trataría de escuchar tras de la puerta, en silencio, para que no advirtiese su presencia.
Antes de comenzar a hablar cambió el semblante desabrido por uno más distendido, su hijo estaba un poco confuso, no sabía a qué atenerse; por una parte, quería recriminarle esa actitud, nunca había soportado aquellos desplantes hacia su madre, pero no tuvo el valor suficiente para entrometerse, quizá por cobardía o puede que por miedo. El caso es que nunca se había enfrentado a él ni por un motivo ni por otro. Sólo cuando en una ocasión los escuchó discutir acaloradamente, él gritaba poseído por el demonio interno de la ira mientras ella, sumisa, aguantaba el chaparrón como buenamente podía. Ese día sí que se interpuso entre ellos para defenderla y se llevó un fuerte y sonoro bofetón que seguro no iba dirigido a él. Desde aquel día, y a pesar de las disculpas, esas que a su madre nunca le ofreció, la confianza en su progenitor quedó profundamente menoscabada y marcada de por vida como una cicatriz que jamás llegó a cerrarse.
Por otra parte a pesar de sus reticencias, nunca había sentido el menor interés por los ideales trasnochados y peregrinos de su padre, a pesar de su insistencia. Recordó la segunda vez que estuvo a punto de recibir otro bofetón, el día que le dijo que había votado a los socialistas, ¡qué ingenuo fue! Esos que «sin duda quemarán nuestras iglesias, asesinarán curas y violarán a monjas y a nuestras mujeres», cuando dijo esto recordó su mano bajo la falda de su secretaria, sonrió cínicamente mientras esquivaba el tortazo, después no pudo más que reírse mientras se zafaba de él. «¿Cómo era posible que alguien pudiera ser el alcalde de ningún sitio con aquellas ideas?», pero lo que peor llevaba era: «¿Cómo un personaje con aquellas ideas podía ser su padre?», eso era lo que verdaderamente le preocupaba, a fin de cuentas lo primero era por gracia de los vecinos, lo segundo no concordaba con sus ideales de paternidad y no quería resignarse a ello.
«¡Porque ya lo decía tu abuelo!» –otro que tal bailaba–, esas eran sus justificaciones aunque estuviese equivocado, su padre no cambiaba sus ideales, «de tal palo, tal astilla», pero él estaba orgulloso de no ser de esa misma madera, de no haber heredado el vetusto pensamiento de los patriarcas de la familia, hesitando hasta donde podían remontarse en la historia de la comarca.
Estaba orgulloso de pensar de manera libre aunque a su padre no le gustase, decía que esa palabra era muy suave, reconcomiéndose en su interior cada vez que las ideas de su hijo salían en cualquier conversación, por banal que fuese, o como le gustaba decir para provocarlo: «las no ideas de su vástago».
Se situó frente a él para exponer sus exigencias, como si de una negociación, de los muchos trapicheos que se traía entre manos, se tratase, mientras la mujer y madre escuchaba apostada tras la puerta, esta vez dispuesta a intervenir si fuese necesario aunque costase una «reprimenda» de su marido.
—¿De qué quería hablarme, padre? —Raúl rompió el silencio que se había instalado entre ellos, preludio de una conversación tensa, sin más demora y queriendo acabar cuanto antes—. ¿Tan malo es el asunto que no quiere que se entere mi madre? —inquirió mirándolo fijamente a los ojos, retándolo a su manera, expresando con su actitud que ya no le tenía miedo.
—Son cosas nuestras, de hombres quiero decir. Y esa persona que llamas «tu madre» es también mi esposa —cómo odiaba aquellas expresiones—. No tiene por qué saber nada…
—Entiendo… —pero realmente no comprendía, agachó la cabeza sintiendo vergüenza ajena, ¿cómo pudo sobrevivir? O mejor dicho, ¿cómo fue capaz de educarse a sí mismo en el pensamiento libre? Con semejante ejemplo retrógrado.
Su padre lo observó con desdén, como aquel que debe ofrecer algo a alguien sin estar convencido de hacerlo.
—¿Cuándo te harás cargo del negocio de tu padre?
—¡Carallo! Va directo al grano…
—Me queda poco tiempo, estoy cansado —sus manoseadas palabras parecían sinceras pero no se fiaba de él—. Es tiempo de elecciones y hay que prepararlo todo.
—No sabía que ese «negocio» —remarcó la palabra con un gesto— fuese tuyo y se pudiese heredar.
El hombre sonrió, de repente lo vio envejecido, como si en ese mismo segundo se le hubiese acumulado toda una vida de trabajo.
—¡Claro, hombre! Sólo tienes que desearlo.
—Pero… —dudó—, me tendrían que votar los vecinos, ¿no?
—Los vecinos quieren que yo sea el alcalde, lo de las urnas es un puro formalismo, una metáfora de la democracia; y ahora te toca a ti, déjalo en mis manos.
—No te entiendo —mintió descaradamente intentando ganar tiempo y tratando de sonsacarle, no sabía por qué derroteros seguiría la conversación.
—¡Qué ingenuo eres, hijo! —soltó con vehemencia—. Con tu apellido, tienes todo resuelto, en el partido ya me han dado sus bendiciones.
—¿Quién? ¿El señor cura? Pensé que era de izquierdas —respondió incrédulo tratando de provocarle.
—¿Don Anselmo? ¡Qué va! —continuó hablando sin pudor alguno, ese que desaparece con el exceso de alcohol—, es mi principal valedor en este pueblo desde su particular trinchera, el púlpito. Si no llegan los votos, él se encarga de que no haya carencias —y soltó una sonora carcajada.
—Sigo sin pillarte.
—¡Joder, hijo! ¡Tan listo que pareces a veces, otras hay que explicártelo todo! Y aquí las paredes tienen oídos y escuchan todo —esto último lo dijo en un tono lo suficientemente alto como para que se escuchase en la cocina—. Es muy sencillo, cuando faltan apenas dos horas para cerrar los colegios electorales, los apoderados del partido se encargan de comprobar quien falta por votar, llaman al señor cura y con su ejército de mojigatas se trae a los más ancianos, hasta les pagamos el taxi si es preciso, ¡todo por el partido! Repartidos por todos los distritos electorales suponen unos setecientos votos, a nuestro favor por supuesto, lo que en este pueblo de doce mil habitantes puede traducirse en unos quince puntos a nuestro favor y en una mayoría absoluta aplastante para ser el amo y señor de este pueblo y sus tierras. Cuando hay elecciones autonómicas o generales actuamos por el partido de la misma manera. Así ganamos todos en «la fiesta de la democracia».
—No se puede ser más asqueroso, padre —dijo escupiendo cada una de las sílabas.
—Me reitero, ¡qué ingenuo eres, fillo! —le soltó su padre tras una sonora carcajada.
—Sí, lo soy, pero lo prefiero a ser un cacique como usted, porque eso que me está contando no tiene otro nombre. No quiero seguir escuchándole, me avergüenzo de usted, de sus palabras y de todos los de su calaña y si pudiese rehusaría ser su hijo.
Era evidente que el orujo le estaba afectando y circulaba por sus venas de la misma manera que en las ocasiones de los anteriores bofetones. No creía que se atreviese ni tan siquiera a intentarlo. Estuvo a punto de levantarse de la mesa y dejarle con la palabra en la boca.
—Ya es hora de que te dejes de tantos dibujitos y hagas algo de provecho.
—Diseño, padre, se llama diseño gráfico y me gano la vida decentemente con ello, no me va mal.
—¡Dibujitos!
—Sí, padre, lo que usted diga.
El licor mermaba su capacidad de razonar y agudizaba el discurso grandilocuente carente de significado. Se le quedó mirando mientras pensaba: «¿y este es el alcalde de mi pueblo? ¿Este es mi padre?», mientras buscaba la forma de largarse de allí, le daba miedo que estrellase su ira contra su madre en cuanto él se marchase.
—¿Soy tu última esperanza? —preguntó indiferente.
—Sintetizando… sí, aunque prefiero llamarlo «la última oportunidad» de prolongar mi legado para que no muera conmigo.
—Querrás decir, tu reino del miedo —se atrevió a responderle pero en el patético estado en el que se encontraba, no lo escuchó bien.
—Con tus hermanos ya sé que no puedo contar —continuó hablando con las palabras resbalándole entre los dientes —hace tiempo que me lo dejaron claro, no sé por qué, pues nunca les faltó de nada y los muy ingratos así me lo agradecieron, dejándome con el culo al aire.
—Igual nos faltó lo más importante…
—Ahora soy yo quien no entiende, ¿a qué te refieres? —«ahora sí que escuchas, cabrón», pensó para sí Raúl.
—Da igual, como bien dices, es tarde para enmendar.
—¿Enmendar el qué? Tu padre no tiene que enmendar nada.
—¿Y mis hermanas? —preguntó para cambiar de tema, no era el momento de remover la mierda del pasado.
—No es trabajo para una mujer —contestó lleno de razón. Le sorprendió la respuesta a pesar de que se la esperaba—. Lo suyo es darme nietos y más les vale que sea cuanto antes.
—Padre, no puedo creer que estemos teniendo esta conversación —quiso zanjar el asunto, pues tirase por donde tirase se iba enredando cada vez más—. Será mejor que me vaya…
El viejo respiró profundo, aspirando el humo del puro que se estaba fumando, su olor dulzón inundaba la estancia mezclándose con los efluvios del licor de hierbas que presidia la mesa y que el alcalde sólo sacaba en ocasiones especiales. Su madre continuaba agazapada tras la puerta de la cocina sin perder detalle de la conversación. De cuando en cuando hacía ruido con los cacharros para disimular y así evitar al mismo tiempo que su marido se acercase por la cocina. A medida que la conversación iba subiendo de tono se acrecentaba el miedo en su interior. Le aterraba la perspectiva de que su último hijo la dejase sola con aquel hombre.
—Eso, huye calzonazos, huye como lo hicieron antes tus hermanos, ya estoy acostumbrado a vivir entre cobardes —las palabras se embotaban en su boca, pero no le impedía escupirlas con odio exacerbado hacia la sangre de su propia sangre—. Era lo que me faltaba, ¿desde cuándo eres comunista? ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¿Quién te ha metido esas jodidas ideas en la cabeza?
—Piénselo, padre, es muy fácil…
—Puto rojo de mierda, ¿A quién habrás salido? A tu puta madre, seguro… eso es lo que eres, un rojo hijo de puta…
Se echó un paso atrás, para evitar su radio de acción y hacer algo de lo que pudiese arrepentirse; le contestó con toda la calma que pudo reunir:
—Padre, está borracho y quiero creer que no piensa lo que está diciendo, pero a mi madre no la meta en esto, bastante tiene que aguantar ya.
»No soy comunista, ni bolchevique, ni rojo. Nada más lejos No quiero quemar iglesias ni matar curas como usted piensa. Lo único que mueve mis ideales es la convivencia en paz con mis semejantes. No me creo mejor ni peor por tener más o menos dinero, ¡Claro que me gusta el dinero! ¿A quién no? Cómo a todo Cristo, pero el ganado con mi trabajo duro, sí, «ese de los dibujitos» como dice usted. No el robado con el sudor del de enfrente, no con el conseguido por el miedo. No soy superior por ser blanco, por creer en Dios o ser ateo, por besar una bandera o la mano de un rey. ¿De verdad que no aprendió nada durante la guerra? Yo no estuve allí pero creo que aprendí más con los libros de historia que usted viviéndola en sus propias carnes. Murió demasiada gente antes de tiempo tan sólo porque a un alfeñique se le ocurrió que sus ideales eran los mejores y que podía mantenerlos sobre los demás a base de miedo.
Ante tanta elocuencia el hombre no supo qué responder, tampoco estaba en condiciones de hacerlo; no tenía ni un solo argumento válido que exponer, su hijo continuó su diatriba sin darle la menor oportunidad para rebatirle, el alcohol hizo el resto.
—¡Si eso es ser rojo, pues entonces lo prefiero a ser como usted! Nunca pensé…, mejor dicho, nunca quise creer que fuese el cacique del pueblo del que todo el mundo hablaba, a pesar de lo que me decían por la calle. ¡Cuántas veces lo defendí! ¿Lo sabe? ¡No tiene ni puta idea! ¡Qué va a saber usted si vive en su castillo ignorando lo que ocurre a su alrededor!
»Aunque sería la oportunidad —dijo robándole sus palabras—, de heredar su reino de miedo, para derribarlo y cambiarlo desde la raíz.
—Ni se te ocurra… —trató de amenazarlo, acercándole su boca hedionda de alcohol al oído.
—¿O si no qué? ¿Hará que me rompan los cristales del coche? ¿Tal vez contratar a alguien para que me mate? ¿Sería capaz, a su propio hijo? ¿A su propia sangre?
—Tú ya no eres de mi sangre, márchate, como lo hicieron tus hermanos —le gritó con palabras escupidas con odio hacia su desheredado, repitiendo las mismas consignas una y otra vez—. Era lo que me faltaba, ¿Desde cuándo piensas así?
—¿De verdad que no lo sabe? Claro, cómo va a saberlo si siempre le hemos importado una mierda, nunca tuvo un gesto amable con nosotros, ni siquiera una sonrisa cuando nos asustaba la oscuridad de la noche, en vez de eso siempre asustándonos con hombres lobo y fantasmas. Nada, siempre ha habido un gran vacío entre usted y nosotros, sus hijos.
—Ya lo decía tu abuelo: con el Generalísimo esto no pasaba, todos los rojos de mierda estaríais en la cárcel o fusilados…
—No ha escuchado nada de lo que he dicho, ¿incluso si fuese su propio hijo seguiría opinando lo mismo?
—No le temblaría el pulso, te lo aseguro…
—¿Y a usted, tampoco?
—…No como a estos blandengues que gobiernan ahora.
—…Adiós, padre. No quiero saber nada más de usted —concluyó lacónico y cabizbajo.
Se levantó y lo dejó con la palabra en la boca. Sólo sufría por su madre, por lo que había padecido y lo que aún le quedaba por pasar con aquella bestia.
—Llámeme si hay algún problema —fue su manera de despedirse mientras le daba un beso y le ponía en la mano un número de teléfono garabateado en un papel antes de irse.
No volvió a dirigirle la palabra nunca más a su padre, ni siquiera volvieron a verse. Tan sólo en la única y excepcional ocasión. Raúl se enfrentó a su padre cuando tuvo que cederle el bastón de mando de la alcaldía. Se había presentado a las elecciones en un partido independiente y las ganó por una ajustada mayoría. Nunca supo, ni tampoco indagó si fue por su apellido o por sus ideas para modernizar el pueblo; el caso es que derrotó al candidato del «partido en el poder».
Cuatro años dieron para menos de lo que deseaba, la sombra de su padre era alargada, fue difícil hacer olvidar las políticas del miedo de su predecesor. Los vecinos pasaban por la alcaldía para solicitar y ofrecer favores que él consideraba que no debía conceder sin el beneplácito de su equipo de gobierno, ni tan siquiera asfaltar las pistas de acceso a sus viviendas a cambio de… ¡Qué más da a cambio de qué! Las cosas habían cambiado y lo tenían que aceptar, pero la gente no comprendía que ya no debían nada al alcalde, sino que era este el que les debía mucho, que ya no era el cacique del pueblo, sino un ciudadano más que estaba allí para servir al pueblo y no para aprovecharse de él como en los últimos…, demasiados años, demasiadas generaciones.
Parte de su mandato lo dedicó a limpiar aquel ayuntamiento de todo tipo de chanchullos, demasiados para su gusto. Cuántos más encontraba, más se alejaba y crecía la indiferencia hacia su padre, el viejo dictador.
No consiguió llevarlo a los tribunales para que lo juzgasen por tanta ignominia, falleció antes de que eso ocurriese. Murió en la más absoluta soledad, su mujer también acabó abandonándole.
Una fría y brumosa tarde acudió a identificar su cadáver, asistió al entierro en representación de la corporación municipal. Sólo su madre y él lo velaron en el tanatorio. Nadie acudió al entierro, sólo el cura que ofició la ceremonia.
Dicen las malas lenguas que ese día se acabaron las existencias de albariño en el pueblo, pero no se escuchó descorchar las botellas. A pesar de todo, el miedo impregnó un tiempo el ambiente hasta que madre e hijo marcharon lejos de allí…
Su epitafio rezaba así:
«Aquí yace quien vivió a costa de este pueblo como un alcalde dictador y murió en la más completa soledad»
Días más tarde, una pintada de color rojo sustituyó la palabra alcalde por la de cacique, nadie la limpió jamás.
Décimo relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:
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