La frase del momento

¿Morir por mis ideales? ¡Jamás! .. Podría estar equivocado. (Mark Twain)

viernes, 24 de abril de 2020

A Ellos


A ellos
Los honro en vida
aun cuando el fin no esté cerca
No los abandonaré
Y cuando todo acabe
Los recordaré
Respetaré el dolor de quien más te quería
no estarán solos
Yacerán en el recuerdo de quien no emplea
el dolor ajeno en su propio beneficio
no necesitaré una foto de su ataúd abierto
prefiero recordarlos lleno de vida
no necesitaré que nadie lo haga público por mí
¿dónde estaba tu odio que no salva vidas?
porque yo sé lo que debo hacer
no quedará como un reflejo de una vulgar portada

A ellos
Que nos protegieron
cuando nadie más lo hizo
justos con sus convicciones
te enseñaron a andar
Eludiendo los obstáculos
A levantarte sin ayuda

A ellos
Que lo dieron todo por ti
sin esperar nada a cambio
más que una mirada de agradecimiento
y a veces ni eso obtuvieron
que creyeron en tu potencial
Cuando se burlaron de ti
O por pequeño que fuese
te dieron la mano
En lugar de dejarte caer
cuando ni los amigos
Se acordaron de ti

A ellos
Que ya no están
Ahora los echamos de menos
en silencio
cuando fuimos nosotros
quienes los echamos a las garras
de esa fiera invisible e implacable
cuando todo se torció

A ellos
De los que ahora nos acordamos
cuando los abandonamos
Sin saber qué hacer con ellos
Sin espacio para vivir
los encomendamos a un Dios
que tampoco se acordó de ellos

A ellos
Que sustituimos su sabiduría
con la nuestra de usar y tirar
Cuidemos de nuestro bien más preciado
del que un día sin memoria
no pudimos ni despedirnos
Yo no os olvidaré
Hasta que pierda mi último aliento
Te echo de menos
En la distancia que me separa
A la estrella, la tuya, la que más brilla
E ilumina mi camino

jueves, 2 de abril de 2020

Omar y la marea

Julio de 2018 

Le ofrecieron la posibilidad de salir de aquel infierno y no se lo pensó dos veces. Le quedaba dinero suficiente para el «pasaje» en aquella embarcación atestada de gente y aunque pareciese imposible que se pudiera meter alguien más, quedaba un sitio libre. Omar desconfiaba de todo el mundo y más de aquella gente, por las vicisitudes pasadas en su particular travesía por el desierto; por suerte, no tuvo que permanecer meses vagando allí antes de intentarlo como le ocurría a la mayoría de personas, mujeres y niños sobre todo, que esperaban largo tiempo su oportunidad para cruzar el estrecho. Hablar correctamente tanto el francés como el español le abrió algunas puertas y apenas tuvo la necesidad de regatear para conseguir un pasaporte con destino a la tierra de las oportunidades.
Aquel tipo, de duras facciones, no le ofrecía ninguna confianza, claro que a esas alturas del viaje ya no confiaba ni en sus propias fuerzas, y mucho menos en las indicaciones que le daba. No era un estúpido, podría estar apurado, pero sabía que los dejarían en altamar y allí, en mitad de ninguna parte, rodeados por el agua como una isla, deberían alcanzar tierra por sus propios medios.
—Cuando estar en altamar —le explicó a Omar otro individuo, de las mismas hechuras que el anterior, en un forzado español y alzando la voz como si eso contribuyese a que le entendiese mejor—, vosotros subir a gran barca y nosotros dejaremos a tú en dirección a la costa. Si no desviar, enseguida llegar.
Aquella explicación lo dejó perplejo, no esperaba que los llevasen de la mano, pero dejarlos a merced de los elementos… Tenía la sensación de que los conducían a un suicidio inequívoco. Se le puso la carne de gallina con sólo pensar la cantidad de cosas que podían salir mal en aquella aventura, y sabía que cualquiera de ellas podía llevarlos al fondo del mar, a una muerte segura.
No debía, ni quería, dejar pasar aquella oportunidad, no sabía cuándo volvería a tener una ocasión igual. Apenas le quedaba dinero para subsistir. Había tomado la decisión y nada ni nadie lo iban a parar, estaba decidido a jugar su última baza.
La noche estaba desapacible pese a estar cerca el verano, hacía frío y en el cielo apenas se vislumbraban las estrellas. El mar batía con fuerza provocando que el barco se balancease con energía golpeándose una y otra vez contra el espigón del puerto. Era un barco muy antiguo, el óxido carcomía gran parte de la chapa, Omar podía verlo a simple vista y se acrecentaban sus temores. Era un gran acto de fe subirse a aquel cascarón, pero le podía más la desesperación que el sentido común; las experiencias vividas en los últimos meses le hicieron olvidarse de todo.
En otro tiempo fue un pesquero, pero ahora se había reconvertido en una embarcación para el transporte de seres humanos como si fuese ganado. A Omar no le gustaba en absoluto lo que contemplaba, y si no fuese porque ya había pagado su billete en aquel infierno, se resistía a llamarlo barco, se hubiese dado la vuelta para intentarlo en otra ocasión más propicia o por otra vía, pero no había vuelta atrás, no le devolverían el dinero pagado y no le quedaba más. Sus últimos seis mil euros se habían esfumado en aquella vana esperanza, así se llamaba el barcucho, «Esperanza», un nombre muy curioso, menudo eufemismo para aquel ataúd flotante, que era lo que en realidad parecía aquella embarcación.
En uno de los costados, amarradas con unos cabos tan viejos como el propio barco, pendían dos pateras que transportarían desde el corazón del mar hasta tierra a todo aquel ganado humano que había depositado sus esperanzas en encontrar la paz en tierras europeas, sin sospechar que iban desfilando al borde de un abismo que se abría sombríamente a sus pies y que en la mayoría de los casos esa paz la encontrarían en el fondo del Mar Mediterráneo. No había ninguna garantía de éxito a pesar del dinero pagado.
El barco partió hacia alta mar después de introducir a toda la gente en la bodega, un lugar siniestro y fétido, donde el olor a gasolina se mezclaba con los efluvios humanos que producía el miedo y la incertidumbre de aquellos que sólo intuyen su destino final.
Omar estuvo alerta en todo momento, por si hubiese que salir precipitadamente de aquella ratonera. También iba pendiente del resto de los pasajeros, en su mayoría mujeres y niños. Se sentía responsable de ellos en cierta manera y se mantenía en vigilia para ayudarlos en caso de necesidad. Las condiciones del barco eran lamentables y se podía producir cualquier eventualidad a poco que cambiasen las precarias circunstancias.
El barco se escoró peligrosamente hacia el lado de las dos pateras en cuanto se hizo a la mar. Cada golpe de mar ponía en evidencia las deficiencias de aquella embarcación; que más que para navegar, estaba para el desguace.
En cada impacto el nerviosismo se hacía más palpable entre las mujeres y los niños; tampoco eran ajenos al mismo los hombres que, como Omar, buscaban una vida mejor lejos de la guerra, de la miseria y del hambre que devoraban lentamente sus tierras de origen. También sus verdugos estaban inquietos.
De repente, un hombre armado con una pistola y otro con un subfusil de asalto entraron en la bodega; con impaciencia y malas maneras les conminaron a salir de aquel agujero infecto para montarse en las pateras. Omar se dirigió a uno de ellos exigiéndole:
—¿Dónde están los salvavidas? La mayoría de esta gente no sabe nadar.
—Eso es un lujo —se rió el hombre despreciándole—, y esto no es un crucero de placer.
—¿Ni tan siquiera para los niños? —se atrevió a preguntarle.
El hombre del subfusil levantó el arma como respuesta con la intención de golpearle las costillas, pero su compinche lo paró y le dijo algo en su idioma. Necesitaban a Omar en buen estado, podía serles de gran ayuda para manejar el esquife. Él volvió a insistir respetuosamente:
—Por el dinero que hemos pagado bien podían darnos uno a cada uno…
—¡Cállate, estúpido negro! —escupió el hombre del subfusil con un acento tan fuerte que casi no se le entendía—. ¡Vamos! Ser la hora de…
Subieron en tropel a la cubierta del barco, mientras el resto de la tripulación, incluido el que parecía el capitán, se afanaban en desatar las embarcaciones, por llamar de alguna manera a aquellos cascarones en los que los inmigrantes tratarían de alcanzar la costa.
Ese mismo hombre, algo más calmado, se dirigió a Omar con palabras entrecortadas, como si no conociese el idioma. Le señalaba con el dedo índice el norte.
—Seguir recto, sin desvíos, rezar a Alá y llegar al este de España…
¿Rezar? No estaban las cosas como para dejar su suerte en manos de un Dios del que hacía meses que había renegado.
La mala suerte se había aliado con el mar aquella noche. El viejo barco zozobraba con fuerza al compás de las enfurecidas olas, pero a aquellos hombres armados no les importaba lo más mínimo aquellas condiciones, como si encontrar el mar así fuese una costumbre. Tenían órdenes estrictas de regresar al puerto sin «la carga», que era como los denominaban aquellos piratas.
Maniobraban con celeridad, como si les fuese la vida en ello, colocaron el barco con la proa al norte, soltaron las dos pateras. Obligaron a las mujeres y niños a lanzarse en su interior, aquellos botes no parecía que pudiesen aguantar el impacto después de un salto. Así ocurrió con una mujer que fue lanzada con su bebé; cayó de tal forma que quebró una de las tablas del fondo de la frágil embarcación. Nadie se percató de ello, de lo contrario, los hubiesen lanzado a todos a la otra barca y se hubiesen hundido en el fondo del mar. Una barca como aquella no resistiría tanto peso.
Habían designado a Omar y a otro hombre del grupo como encargados de guiar las embarcaciones. Esperaban impacientes las escuetas instrucciones que les habían de proporcionar para subirse los últimos y partir sólo Dios sabe si hacia una vida mejor o una muerte segura.
—Tú recordar, no desvíos, no cambios de rumbo. Recto y en horas estar en España.
Después, sólo recibió un empujón antes de caer en una de las lanchas con el aspecto de que en cualquier momento podría partirse en dos. Ya no había lugar para arrepentimientos. Omar se armó del valor que ya no tenía y tomó el mando del bote atestado de seres humanos desheredados; de distintos sexos, edades y condiciones, con la sensación de guiarlos por aquel mar encrespado como Caronte lo hizo por la laguna Estigia. Allí eran todos iguales como se refirió el capitán del barco antes de zarpar: «todos son la misma mierda humana», riendo a carcajadas que bien podrían proceder del mismo averno. Omar sintió tanto miedo de aquellos hombres como de la ingente masa de agua que tenía por delante.
Pero era cierto, así se sentían todos los pasajeros de aquel viaje, despojos humanos que buscaban redimir toda su vida anterior llegando a la tierra soñada y anunciada donde intentarían empezar de cero.
A duras penas consiguió poner en marcha el destartalado motor; a juego con el resto del barco. Los sicarios empujaban la patera con unas varas para separarlas del navío abandonándolos a su suerte, no esperaron para ver si Omar conseguía arrancar el motor. El barco dio media vuelta a toda máquina, conscientes de que la mar empeoraba por momentos, debían ponerse a resguardo y llegar prestos al puerto desde el que habían partido. No miraron atrás ni una sola vez.
Omar mantenía firme el timón para no desviarse, tardarían días en alcanzar la costa española con aquel minúsculo motor y la única garrafa de combustible que les habían proporcionado en un acto de falsa generosidad. Garrafa que perdía el preciado líquido por un pequeño agujero en el fondo. Gracias al tufo que despedía se percataron de la fuga y trataron de taparlo con un jirón de tela. El olor a combustible quemado se mezclaba con el vertido y con el hedor a miedo que flotaba en el ambiente alrededor de la patera. En el sepulcral silencio se distinguía un lamento unánime en forma de oración, no se sabe a qué Dios, como si acaparasen fuerzas conscientes de lo que se avecinaba.
La mar comenzó a picarse, arreciaba el viento, un viento helado que cortaba los rostros y entumecía el pensamiento. Las fuertes corrientes arrastraban el esquife en la oscuridad como a un barquito de papel, apenas vislumbraban a la otra embarcación que, por momentos, se hundía más de lo aconsejable en el agua.
El tiempo pasaba lentamente y las condiciones climatológicas empeoraban, el mar rugía hambriento mostrando sus fauces en forma de olas que superaban con creces la proa de la embarcación, haciendo que en el interior se acumulase mucha agua, más de la que algunas mujeres trataban de achicar sin demasiada fortuna.
Omar advirtió como una ola se tragaba literalmente a la otra embarcación. Por un momento divisó las cabezas flotando en el mar pidiendo socorro, aquella terrible imagen se le quedó grabada en su mente. Fueron momentos de exasperación y vacilación; de lucha entre la razón, el sentido de supervivencia y el corazón. Dudó durante cinco eternos segundos si dar la vuelta para intentar rescatarlos; pero era una locura sólo intentarlo. Una gran pesadumbre inundó su interior. Por una parte, su corazón le pedía intentarlo, pero por otra, la razón le aconsejaba seguir adelante pensando en las personas que lo acompañaban; sería su fin si les proponía rescatar a los que agonizaban entre las olas tratando de mantenerse a flote. Actuó como los hombres que les habían llevado a aquella situación, no miró atrás; aunque la imagen de la muerte ya estaba grabada en su retina. Siempre había tratado de ayudar a los demás, sobre todo a los más débiles; era su naturaleza, también había luchado para resarcir las injusticias. Pero aquel éxodo de meses, pasando por toda clase de infiernos, había forjado un nuevo hombre; con una dura coraza para soportar la adversidad desprovista de buenos sentimientos. Trataría de deshacerse de ella tan pronto como pisase tierra firme, aunque era consciente de que su expiación no sería fácil.
Las horas pasaban y un futuro incierto se cernía sobre ellos; hacía tiempo que no había señales de la otra patera, se la había tragado el mar y lo más probable era que sus ocupantes hubiesen corrido la misma suerte.
La noche quedó encerrada por la niebla como una nebulosa impidiéndoles ver más allá de la popa. En medio de la nada se escucharon los primeros lamentos, sin apenas agua y nada de comida, trataban de racionarla; vagaban como espectros en la húmeda antesala del infierno; sin saber el tiempo que pasarían en él.
Omar no estaba seguro de que el rumbo que seguían fuese el correcto, pero no quería trasladar su preocupación a los demás, esa gente no podría soportar más miedo del que ya tenían metido en el cuerpo. Mantenía el timón firme, pero con el mar tan encrespado le costaba muchísimo esfuerzo conservar la posición y, para mayor desgracia, el motor se había parado en dos ocasiones dejándolos a la deriva durante algunos minutos mientras que trataba de volverlo a poner en marcha. Lo mismo había cambiado la dirección, además la niebla no ayudaba, tampoco podía guiarse por las estrellas. Lo más probable es que estuviesen cerca de la costa y que ni siquiera la viesen. Tenían todos los elementos en contra, movidos por la fe de los desarraigados seguían avanzando. Esperaba que el motor aguantase y no se volviese a parar. El agua alcanzaba una lámina de más de cinco centímetros en el interior de la barcaza, las mujeres estaban exhaustas de achicar agua durante la travesía y eran incapaces de controlar el líquido que, tozudo, persistía en inundar aquel viejo cascarón. Omar se preparaba para lo peor si la suerte no cambiaba de rumbo.
Amanecía perezosamente y el mar se mostraba inmenso ante ellos, sin atisbo alguno de la ansiada costa española. Omar estaba extenuado, agazapado en una esquina rodeándose las piernas con los brazos, buscaba una solución que no llegaba; por su cabeza desfilaron mil y un recuerdos, «el final está cerca, ya no hay solución», pensó. Por eso veía pasar su vida ante él. La desesperación era palpable, las horas pasaban y seguían a la deriva sin arribar a ningún sitio. Los lamentos, sobre todo de los niños más pequeños, se escuchaban a pesar del ruido del motor y del oleaje que batía contra la embarcación, cansados de guardar silencio habían perdido la esperanza. El olor era insoportable, además el gasoil se mezclaba con el agua de mar que inundaba el fondo. Todos trataban de evitar el contacto con la mezcla de líquidos que quemaban la piel. Si Dante hubiese vivido en este siglo, habría representado así el infierno.
La embarcación bogaba a ritmo cansino, la mar les daba un momento de tregua. Tratando de no zozobrar alcanzaron otra noche, era un milagro que se mantuviese a flote todavía. Un llanto ronco desgarraba el corazón de los tripulantes como si anunciase que el final estaba cerca. Apenas se movía nadie. El motor se paró de nuevo, Omar trató de arrancarlo sin éxito. Abrió el tapón del depósito de combustible, y comprobó que estaba completamente seco, «¿cómo he podido ser tan idiota?», pensó, «así será imposible arrancarlo».
El bidón con el combustible de repuesto estaba casi vacío; nadie se había preocupado de comprobar que la tela que habían puesto seguía taponando la minúscula fuga y gran parte se había vertido. Vació lo poco que quedaba en el depósito, espero unos minutos a que se purgase el sistema de alimentación y trató de arrancarlo. Los demás ocupantes observaban absortos como Omar maniobraba con destreza, y daban gracias al Dios que los había abandonado a su suerte, porque un hombre como él los acompañase en aquella angustiosa travesía.
El motor no arrancaba y el encrespado oleaje hacía que la embarcación se balancease peligrosamente. Una mujer se incorporó para ayudarlo, pero perdió pie y sin saber cómo, cayó al mar. Omar tenía que poner en marcha aquel maldito motor si quería darle una oportunidad a la mujer y el extraño grupo que formaban sobre la embarcación. Un niño gritaba llamando a su madre que se debatía entre la vida y la muerte en aquel mar embravecido. 
—¡Dios! ¿Es que nada puede salir bien?
Omar estaba arrepentido de haber iniciado aquel periplo, ahora en la verdadera adversidad, le parecía una locura, una tarea imposible, apenas tenía conocimientos de navegación y ya no tenía fuerzas, ni físicas ni morales, ni tampoco se creía capaz de intentarlo. Pero no era momento de lamentarse, tampoco para los remordimientos, ni para abandonar; no dejaría de luchar por su supervivencia ni la de aquellas personas.
Afortunadamente el motor arrancó con un estertor amenazando con pararse de nuevo, pero no sucedió, confirmando así que los milagros existen y aquel era la prueba más fehaciente de ello. Consiguieron alcanzar a la mujer caída y con una fuerza renacida de la esperanza, en una peligrosa maniobra girando sobre sí misma la embarcación, otras tres mujeres la ayudaron a subir de nuevo al bote. La mujer no podía pronunciar ni una palabra, pero les agradeció su gesto con mirada temerosa, como la de aquel que ha visto la cara a la muerte muy cerca, pero la empecinada realidad se empeñaba en estrangular sus sueños e ilusiones haciéndoles ver que no hay descanso para los pobres. Se equivocaba, cuando todo va mal puede ir a peor. La madrugada dejaba paso al alba con desgana, le pareció distinguir la costa en el horizonte, pero estaba tan agotado que no se fiaba de sus sentidos pensando que le jugaban una mala pasada. Se frotó bien los ojos con el dorso de la mano hasta comprobar que no era una visión, la costa se perfilaba ante él. Avisó a los demás para que se preparasen, el petardeo del motor le advirtió que estaba a punto de pararse. Justo a escasas millas para alcanzar su destino.
Los más desesperados se arrojaron al agua para tratar de alcanzar la costa a nado. Finalmente el motor se apagó, Omar lamentó su destino, lo que hubiese dado en ese momento para no aventurarse en un futuro tan incierto, aunque ya era tarde para arrepentirse. Se consideraba un buen nadador, y siempre había mantenido una forma física excelente, pero el viaje emprendido le había mermado las fuerzas, tanto físicas como mentales. El mar le merecía mucho respeto y más en aquella situación límite. Les gritó a todos que aguardasen, que la costa estaba cerca y que quien supiese nadar tratase de alcanzarla a nado. A partir de aquí cada uno seguiría su viaje apañándose por su cuenta.
Apenas separaban unos metros la barca de la playa, la marea arrastraba con suavidad la patera hasta la orilla. Omar se colocó en la proa del barco, respiraba profundamente absorbiendo aquel aire lleno de esperanza que necesitaba para continuar. Fijó sus ojos en un punto cerca de la orilla sin entender lo que veía mientras a su espalda, el sol aparecía por el horizonte.
Una mujer se sumergía vestida en el mar dejándose arrastrar por la marea.
Se lanzó al agua sin pensárselo, era el momento de buscarse la vida y dejar que los demás hiciesen lo mismo.
Nadó con la fuerza que su cansancio le permitía hasta que alcanzó a la mujer, tiró de ella hacia la superficie cuando ya estaba medio hundida; la rodeó con su brazo y comenzó a nadar hacia la orilla. Tenía la sensación de que aquella mujer no quería ser salvada, pero apenas oponía resistencia. Omar se empeñó en rescatarla, no entendía por qué aquella desconocida parecía buscar la muerte.
Al alcanzar la orilla la agarró por las axilas y la arrastró hasta donde estaba la arena seca. Se arrodilló a su lado y le puso la mano en el cuello tratando de encontrarle el pulso, era muy débil y tampoco parecía respirar, si no actuaba rápido se le iría entre los brazos.
Se inclinó sobre ella tratando de reanimarla realizando el boca a boca, insuflando un pequeño hálito de vida para reactivar su respiración y su corazón, pero la vida parecía escaparse a cada bocanada de aire con que él henchía sus pulmones. Simultáneamente le realizaba un masaje cardíaco. La blusa de la mujer estaba hecha jirones, sobresaliendo un pecho por las maltrechas costuras del sujetador, él tan sólo trataba de reanimarla con desesperación.
De repente, la chica comenzó a toser y a vomitar el agua acumulada en sus pulmones recuperando a duras penas el aliento.
Omar se arrodilló en la arena, exhausto por el esfuerzo y dando gracias a Dios. Levantó la vista y observó como la patera llegaba a la orilla y sus ocupantes saltaban a la arena para ponerse a salvo, sonreía y lloraba a la vez. «¡Por fin, Dios ha venido a vernos!», pensó. Algunos corrían conscientes de que la policía no tardaría en llegar, otros simplemente, sin fuerzas para mantenerse en pie, se dejaban caer sobre la arena.
A lo lejos vislumbró cómo las luces azules de los vehículos todoterreno de la policía se adentraban en el arenal, quizás alertados por los vecinos de aquella playa; todo ocurrió muy rápido.
La chica no paraba de toser tratando de expulsar toda el agua que había tragado, estaba medio desnuda, Omar permanecía a su lado observándola en silencio.
—¿Está usted bien? —le preguntó en perfecto español con marcado acento francés.
Sin darle tiempo a escuchar la respuesta, un agente de la Guardia Civil lo empujó contra el suelo haciéndole tragar arena.
—¿Qué has hecho, maldito negro hijo de puta? —oyó una voz grave y amenazante en lugar de la respuesta de la mujer.
Otro agente trataba de ayudarla
—¿Se encuentra bien? —le preguntó el agente—, ¿qué le estaba haciendo este cabrón?
La mujer, en estado de shock, no era capaz de articular palabra, miraba ausente a uno y otro lado, sin responder. Otro agente la tapó con una manta mientras la acompañaba al todoterreno.
—Llevo muchos años en España —Omar intentaba convencer a los agentes que lo retenían con su buen conocimiento del idioma.
—Ah, ¿sí? —respondió otro de los agentes—, y, ¿dónde está tu identificación, listo? —le increpó el agente.
—He debido perderla al lanzarme al agua para salvar a la señorita —su voz no resultaba convincente, estaba tan cansado que le resultaba imposible pensar con claridad.
—Seguro que sí —respondió otro agente—. ¿Salvarla? Yo diría que te lo estabas pasando en grande con ella…
Omar no entendía nada, ni la actitud de los agentes ni por qué aquella mujer no decía nada en su favor.
—Serás hijoputa, te ha faltado tiempo, ¿eh? —continuaba increpándole el agente—. Resbalaste de la patera y por casualidad se la metiste, ¿no?
—Pero… —quiso interrumpir Omar—, pregúntele a la señorita…
—¡Cállate, cabrón! No inventes ni una mentira más…
«Bienvenido al paraíso», pensó Omar para sí.
—Ya te explicarás en comisaría —dijo el que parecía estar al mando—. Gutiérrez, espóselo y lléveselo al cuartelillo.
El agente obedeció y se lo llevó al todoterreno que estaba varado en la arena.
—La has cagado, chaval —le dijo el agente susurrándole con ira en el oído—, de esta no te salva ni Dios.
—No hice nada malo —gritó Omar tratando de mantener la dignidad para que le hiciesen caso.
—Cállate, cabrón, será mejor que guardes las fuerzas para cuando tengas que defenderte ante el juez —respondió el guardia que lo acompañó al sótano donde se encontraban los calabozos del cuartelillo. El lugar estaba desierto, tan sólo un borracho al que nadie parecía hacer caso y que debía estar durmiendo la mona, ocupaba la celda más próxima a la que le habían asignado.
Para que se introdujese en ella sin que opusiese resistencia, el guardia le asestó un golpe en el costado, donde pensó que no le dejaría ninguna marca. Omar se dejó caer en el catre mientras el guardia salía y cerraba la puerta de la celda.
—Acércate aquí, negro —le increpó— que te voy a quitar las esposas.
Omar obedeció a pesar del dolor lacerante que le produjo el porrazo recibido, apenas le permitía caminar erguido.
—¿Tendré algún tipo de derechos? —se atrevió a preguntar.
—¿Un violador y además negro? —respondió el agente—. Tienes suerte de estar vivo todavía, si dependiese de mí ya te habría pegado un tiro. Ni derechos ni izquierdos, puto despojo humano violador de mujeres blancas —el hombre remató con una escandalosa carcajada lo que creía una respuesta ingeniosa y desapareció por las escaleras que conducían a la planta baja del edificio.
Omar se quedó turbado ignorando su destino, pero a juzgar por el trato recibido de sus carceleros, el infierno comenzado meses antes continuaba y parecía volver a repetirse.
—¿Qué has hecho, negro hijo de puta? —le preguntó el borracho de la celda contigua que despertó con el ruido con el único interés de insultarle gratuitamente—. Malditos negros… sois todos unos hijos de puta…
Intento que las palabras de aquel pobre diablo no calasen en su ánimo, pero le llevó a la reflexión; que triste tenía que ser la vida de todos aquellos que se sentían amenazados por un ser humano que tan sólo se diferenciaba de ellos por el color de su piel, o de sus rasgos.
No quería llamar demasiado la atención, tenía la intuición de que cambiaría su situación,  aquello no podía acabar así. En la mañana del tercer día de cautiverio, bien temprano, escuchó los gritos de una mujer en la planta superior del edificio. No distinguía de qué hablaban, pero le parecía que él era el tema de la discusión. La conversación se prolongó durante un buen rato.
Omar permaneció sentado sobre el camastro, que acababa de arreglar, después de asearse un poco; aunque hubiese preferido darse una ducha para poder quitarse por fin el salitre adherido a su piel, pero esa veleidad no parecía posible en aquellas circunstancias. Ya consideraba un lujo que le diesen tres comidas diarias, como para seguir insistiendo en lo de su aseo personal. Llevaba más de cuatro meses prácticamente con la misma ropa. No había encontrado ni un solo gesto amistoso en aquellos policías, tan solo el que le bajaba las comidas era amable con él, pero no más de lo estrictamente necesario. No entendía por qué lo tenían retenido en aquel lugar; él era inocente, al menos de lo que le acusaban. No había hecho nada malo, su única culpa era haber nacido en un país sacudido ahora por una guerra civil entre sus tribus.
El sótano donde se encontraban las celdas estaba iluminado por la tenue luz que entraba por los reducidos tragaluces enrejados. Omar aguardaba sentado en la penumbra de la celda sin saber qué hacer. Levantó la mirada y cuando vio a la chica de la playa, una sensación de bienestar interior inundó su corazón. No supo cómo ni por qué, pero justo en ese momento se enamoró de ella. «La vida es muy extraña», pensó Omar. Eran tan distintos, venían de mundos tan diferentes… pero en el fondo, él sabía que luchaban siempre para que se hiciese lo correcto.
—Hola… ¡Omar! —lo saludó la mujer como si se conociesen de toda la vida, dando gracias porque su anónimo salvador llevase su nombre marcado en la camiseta.
—Hola —respondió él un tanto confuso al escuchar su nombre en la boca de aquella mujer, no recordaba que se lo hubiese dicho. En ese mismo instante, y sin saber la razón, supo que pasarían el resto de su vida juntos. 
A Omar no dejaba de sorprenderle la conexión que se había producido entre ellos, nunca le había pasado nada igual. La mujer se dirigió al sargento de la Guardia Civil:
—Agente, ¿nos puede dejar solos un momento? —solicitó amablemente.
—No es el procedimiento habitual…
—¿Recuerda lo que dije arriba hace un momento? —sonó a amenaza—. Y si es tan amable, ¿puede disponer los trámites para que nos podamos ir a casa hoy mismo?
El sargento torció el gesto amable, estaba contrariado con aquella situación y en como los había tratado la mujer, hacían lo posible por contentarla, pero no se lo estaba poniendo fácil.
—No sé si será posible —contestó el agente—, no es tan sencillo como usted piensa…
—Pero retiré los cargos —le interrumpió.
—…Y menos mal, porque tal y como están las cosas con estos ilegales de mier… —se mordió la lengua, parecía arrepentido de haber replicado de forma tan cortante y de lo que había estado a punto de decir.
—Pero no es un ilegal… —insistió la chica señalando a Omar; él no acababa de asimilar el cariz que estaba adquiriendo la situación.
—Tendrán que esperar que comprobemos su identidad, hasta ahora no hubo suerte con las huellas…
—Me parece que no lo ha entendido usted bien —le cortó con determinación—, queremos irnos lo antes posible y, si puede ser, sin armar jaleo —le guiñó un ojo a Omar—, ¿entiende?
—Perfectamente —contestó el agente visiblemente molesto—, pero usted también tiene que comprender que… —se calló, hizo una pausa y remató su justificación—. Veré qué se puede hacer.
—Lo correcto —replicó ella—, podrá hacer lo correcto.
El agente se giró y desapareció por las escaleras sin mirar atrás, murmurando entre dientes palabras que es mejor no reproducir. Los dejó solos, ya no estaba el borracho, hacía poco que había sido puesto en libertad, así pudieron hablar con calma.
María se colocó frente a él; permanecieron así, observándose en silencio durante cinco largos minutos. Sin saber qué hacer ni qué decir recorriéndose con la mirada. Ella, aterrada por la decisión que había tomado y, él, lleno de esperanza por la oportunidad que le ofrecía la vida.
—Estoy muy enferma, Omar —la chica comenzó a hablar muy despacio con voz suave—. Lo que viste el otro día fue un acto de desesperanza, mi tiempo se acaba.
—Siempre hay esperanza, señorita —respondió Omar recobrando la seguridad en sí mismo, con dulce acento francés—. De lo contrario, no estaríamos aquí ahora. Yo siempre la he tenido aunque por momentos flaquee, nunca hay que perderla
La mujer desvió la conversación a otro tema consciente del poco tiempo del que disponían.
—Me llamo María —pronunció despacio, vocalizando cada sílaba—, si queremos salir pronto de aquí al menos debes saber mi nombre —sonrió un poco ruborizada—, y que nos conocemos desde hace más de seis años…
—Está bien saberlo — Omar sonrió mostrando una blanca dentadura llena de dientes como perlas—. Pero, ¿por qué lo hizo, señorita? —preguntó tímidamente.
—María, ¿recuerdas? Acostúmbrate a llamarme por mi nombre si quieres que salgamos hoy de aquí. Para acabar con tanto sufrimiento, ya te dije que me queda poco tiempo…
Omar respiró profundamente, pensando muy bien lo que iba a decir a continuación y habló con tranquilidad.
—Pero está viva, la vida es el bien más preciado que poseemos y la puede perder en un instante, créame que sé bien de lo que hablo. Míreme, no tengo nada y trato de seguir viviendo. De donde vengo hay mucho sufrimiento; todos están enfermos de un modo u otro; unos enfermos de pobreza, otros de miseria, algunos por la guerra o por las envidias entre tribus. Sólo tenemos esta vida y tratamos de luchar por ella. No hay enfermedad tan grave que nos arrebate lo único que verdaderamente poseemos.
María enmudeció, no sólo porque no sabía cómo rebatir aquellos argumentos tan sólidos, sino por la admiración que le producía la persona que los argumentaba; no conocía su historia, pero seguro que sería terrible. Lo rodeó por los hombros y lo abrazó. Omar, sorprendido, correspondió a aquel gesto con sinceridad, notaba como ella se llenaba de vida con aquel contacto. De aquel sencillo abrazo correspondido emanaba una intensidad que las palabras no eran capaz de expresar; ambos se colmaron de una inusitada fuerza vital. Permanecieron así durante un buen rato, unidos sus cálidos cuerpos, como si estuviesen haciendo el amor.
Salieron del cuartel de la Guardia Civil a media tarde, le tenía asida tan fuerte la mano que Omar tuvo la sensación de que María no quería que se escapase. Desde luego él no tenía las más mínima intención de marcharse, no quería seguir escapando, ni siquiera sabría dónde ir. Después de tantos meses de travesía sentía que su suerte estaba cambiando, ahora sí que se había amarrado a un madero seguro.
—Lo primero que haré será arreglarte los papeles para que puedas quedarte conmigo y ayudarme —le dijo María al oído—, tú no tendrás que preocuparte por nada.
Omar se paró en seco en medio de la calle, llamaban la atención por su aspecto tan desigual, él tan alto y fuerte y con su piel tan oscura; y ella, rubia con la melena muy larga, de estatura media y con piel muy blanca. No comprendía el significado de sus palabras.
—No te asustes, sólo quiero que me acompañes a buscar mi último destino. Te prometo que no abusaré de ti —aclaró sonriendo.
Omar tenía que acostumbrarse a su peculiar sentido del humor, no podía ni quería contener sus sentimientos hacia ella, a pesar del poco tiempo, sólo unas horas, que hacía que la conocía. ¿Acaso necesitaba una razón? ¿Debía pedirle permiso a su maltrecho corazón para hacerlo? ¿Sentiría ella lo mismo? Demasiadas preguntas invadían su mente. No comprendía muy bien lo que ella le decía en la mayoría de los casos, a pesar de dominar con soltura el español; pero estaba seguro de que no le ocurriría nada malo,  ya había sufrido bastante. «María es mi ángel blanco», pensaba para sí.
Corrían los días sumergidos bajo la burocracia, de trámite en trámite, para conseguir un permiso de residencia para Omar, los demás inmigrante no tenían la suerte de tener a alguien con dinero para arreglar su situación tan pronto.
Una tarde, después de un ajetreado día, mientras descansaban tomándose unos refrescos en la terraza de un chiringuito de la playa, frente al mar, su mar, contemplando como el sol se ocultaba entre las montañas, María quiso conocer más sobre la vida de su arrojado salvador.
—Omar, ¿puedo hacerte una pregunta?
—¡Claro que sí! ¿Qué quieres saber, dulce dama? —respondió algo ruborizado, no sabía el motivo por el cual lo había dicho así.
—¿Qué hacías en tu país? ¿A qué te dedicabas?
—Era… soy… algo parecido a lo que aquí llamáis ingeniero de caminos —se quedó pensativo un instante—, trabajaba en una multinacional muy importante de mi país, construíamos autopistas…
—Es sorprendente, no me lo puedo creer —respondió María.
—¿Por qué no? —inquirió Omar.
—Aquí tenemos la impresión de que en África no existen ese tipo de infraestructuras… —se ruborizó ante su prejuicio.
—Tenía un puesto de responsabilidad y un buen sueldo; gracias a lo que ahorré durante los últimos años, pude escapar. El dinero lo compra casi todo… Lo invertí en el viaje, pero ahora de nada me sirve; papel mojado, ¿se dice así? No tengo nada, ningún documento que demuestre lo que soy y no pienso regresar a mi país para que me den una copia. No porque no quisieran facilitármela, sino porque no creo que existan las instituciones donde estudié ni donde trabajé… —se quedó callado reflejando en su cara una tristeza infinita.
—Entiendo… ¿Tienes familia?
—Tuve una familia, si, pero ya no —agachó la cabeza como si estuviese avergonzado de olvidarse de sus antepasados—, sólo quedo yo…
Ambos cavilaban en silencio sobre la respuesta que Omar le acababa de dar. María sentía la necesidad de saber más de él, pero no quería incomodarlo, era un superviviente de un caos inimaginable para ella, y, sin duda, recordar aquello debía ser muy duro para él. Sin embargo, se percató que sus ojos habían adquirido un brillo especial y pensó que Omar tenía la necesidad de hablar, ahora sí que lo deseaba.
—Me gustaría que me contases tu historia —le instó con voz dulce a la vez que tomaba una de sus grandes manos entre las suyas.
Omar levantó la mirada al cielo, masculló algo en su idioma, pidiendo perdón por sus pecados, comenzó la narración de sus andanzas en los últimos meses.
Inició el relato con su familia, le habló de sus padres, de su hermana, de sus tíos y tías, de algún primo, de su mujer y de sus dos preciosas hijas; también de lo feliz y orgulloso que estaba de su trabajo, de su vida en general que no era ni mejor ni peor que la de un trabajador en España. Le contó lo bien que le trataba la vida, hasta que…
—Todo cambió de la noche a la mañana, el detonante fue que la tribu que controlaba el ejército se quiso hacer con el control del país, estaban hartos, decían, de que el gobierno corrupto no les respetase. A pesar de ser minoría, se deshicieron de los que pertenecían a otras etnias, fusilándolos o simplemente pegándoles un tiro en la nuca. Una masacre, en pocos días se convirtió en un baño de sangre cruel y sanguinario, vengando la rabia acumulada en su interior. Pronto empezaron a perseguirnos, querían controlarnos para que trabajásemos para ellos, pero las empresas, con capital europeo la mayoría, no tardaron en cerrar y se marcharon temiendo que la inestabilidad que habían causado les estallase en las manos.
—El señor Dinero es muy miedoso, allí, aquí, en cualquier sitio —intervino María.
Ella escuchaba atenta, asentía sin interrumpir; le parecía increíble que esas tropelías sucediesen en pleno siglo veintiuno.
—¿Y tu familia? —interrumpió aprovechando que Omar daba un sorbo a su bebida.
—Un día, unos soldados fueron a buscarme a casa, no sé cómo se enteraron de mi actividad, el caso es que era vital para sus planes, intentaban convencerme de ello, recuerdo que estaba con mi mujer y mis hijas. Ante mi negativa, me amenazaron con llevárselas si no colaboraba con ellos. Mi vecino y amigo, Eric, se acercó porque había escuchado el jaleo. No le dieron tiempo para ayudarme, era de su misma tribu pero éramos amigos, apenas le dejaron hablar, y sin vacilar le pegaron un tiro en la cabeza y, otro en el pecho cuando cayó al suelo para rematarlo. Entonces prendieron a Musoke…
—¿Musoke? —le preguntó María que hasta ese momento había seguido su relato sin apenas interrumpir y escuchaba atónita la historia de aquel hombre curtido por la adversidad.
Omar permaneció en silencio unos segundos antes de contestar y dio otro sorbo a su refresco.
—…Musoke era mi mujer, mi compañera desde la infancia, mi oasis en una tierra poco fecunda… la madre de mis hijas, la mujer más hermosa que pudiera haber sobre la tierra.
María se estremeció al pensar los sentimientos tan nobles que albergaba hacia su mujer.
—Tenemos que conseguir que las traigan aquí…
Omar suspiró y continuó su relato como si no hubiese escuchado las últimas palabras.
—…La amenazaron con palabras soeces y con gestos todavía más zafios; instándole a que se abriese de piernas si no quería que yo sufriese la misma suerte que mi amigo Eric. Sólo se quedaron en amenazas, esa noche no pasó nada, pero no pudimos dormir; el miedo atenazaba nuestros cuerpos, ni siquiera habían retirado el cadáver de mi amigo, ni me dejaron hacerlo a mí, «Así aprenderéis, negros» dijo poniendo especial énfasis en la palabra «negro» uno de los soldados que era más moreno que yo todavía; bien sabía que no se refería al color de la piel, sino a lo que ellos consideran el color del alma…
»No tenían muy claros los planes, pero por su forma de discutir entre ellos, llegué a la conclusión de que había dos cosas muy importantes: la primera, que yo les hacía falta y la segunda que permanecer allí era peligroso, no podíamos quedarnos en aquel lugar; nos marcharíamos al norte del país hasta que se calmasen las cosas. Sutilmente me hicieron entender que yo les era necesario, pero mi mujer y mis hijas, mis padres, mi hermana, mi familia, eran un estorbo, aunque una buena manera de tenerme controlado.
Omar, abstraído, reflexionó durante unos minutos antes de continuar hablando, le embargaba la emoción de los recuerdos e inundaba sus ojos, tan negros como su piel. María puso su pálida mano sobre su hombro intentando sosegar su inquietud.
—No tienes que continuar si no quieres, Omar.
—No es eso, sí que quiero. Es la primera vez en meses que alguien me escucha sin pedirme nada a cambio y me deja hablar. Lo necesito. Hablar contigo libera mi alma de una gran pesadumbre a la vez que expía mis malos espíritus 
María le acarició la mejilla con ternura, enjugando una lágrima que brillaba sobre su piel oscura como no había visto nunca, le sonrió, su gesto lo reconfortó.
—Después de dos días de incertidumbre —continuó hablando—, aún no sabía que querían de mí. Una mañana nos despertó una explosión tremenda en el barrio. Salimos a la calle para comprobar qué había ocurrido; La casa de mis padres… había saltado por los aires literalmente. Convencí a mi mujer para que regresase a casa con las niñas. Corrí calle abajo hasta donde había estado hasta entonces la edificación, contemplando con impotencia lo que quedaba de ella. Me inundó un insoportable olor a carne quemada que nunca podré olvidar. Miraba desconcertado hacia todos lados sin hallar rastro alguno de ellos. Rebusqué vehemente hasta que encontré entre los humeantes escombros algo que me resultaba familiar, un anillo; era el anillo de mi madre, el mismo que mi padre le regaló cuando se conocieron, estaba semienterrado entre las ruinas de la casa. Me agaché para recogerlo, pero aún estaba engarzado en su dedo, lo desenterré separando los escombros aún calientes con los dedos. Lo único que pude recuperar fue su mano, el resto del cuerpo no estaba y si estaba, no lo encontré; tampoco el de mi padre… —se llevó las manos a las sienes, con gesto compungido permaneció callado un instante, suspiró y continuó hablando—, ni el de mi hermana que vivía con ellos, no apareció ningún cuerpo, como si la explosión los hubiese volatilizado, no quedó nadie. Ya me lo había advertido mi padre unos meses antes, lo mal que se estaba poniendo todo. Días más tarde, me enteré por un vecino atemorizado, que los habían encerrado en la casa y que después de llenarla de explosivos, la hicieron saltar por los aires con ellos dentro…
—¡Qué horror! —exclamó María llevándose las manos al corazón para sofocar su congoja.
—Lo sé, en aquel momento era tal mi aflicción que llenó mi alma y mi corazón de odio y rabia, aunque me quedo corto porque no soy capaz de expresar con palabras lo que sentí en aquel instante.
»Corrí hasta mi casa como alma que lleva el diablo, le dije a Musoke que cogiese a las niñas y lo imprescindible; nos íbamos, no podíamos quedarnos allí ni un minuto más. Cogimos lo que en aquel momento creímos indispensable, nada de objetos ni ropa superflua, las guardamos en pequeñas bolsas para poder llevar una cada uno y las metimos en el todoterreno —Omar se percató de la cara de sorpresa de María y aclaró—: sí, tenía uno. Y así, partimos sin saber si volveríamos a nuestro hogar; pero tal y como estaban las cosas convenía andar ligeros. Metí el móvil entre mis cosas, podría ser útil para eludir los controles militares.
»La última llamada fue a mi primo para contarle nuestras intenciones, días más tarde traté de contactar de nuevo con él, pero no contestaba a mis llamadas, supongo que yacerá como tantos muertos anónimos en una fosa común en algún recóndito lugar de mi país.
—¡Dios, Omar, cuanto lo siento!
—No lo sienta, señorita…
—María, quedamos en que me llamarías por mi nombre —y le guiñó un ojo, cómplice; para suavizar la tensión que notaba en él y se sintiese en cierta manera reconfortado—. Omar, tienes que contar tu historia al mundo…
—¿Contar mi historia? ¿Tú crees que le puede interesar a alguien? Me he dado cuenta de que somos invisibles para el primer mundo cuando dejamos de serles útiles. A nadie le preocupa lo que sufrimos, no les importamos lo más mínimo mientras no saquen beneficio por ello.
Callaron los dos, Omar había desnudado su alma ante aquella desconocida que le había «robado» el corazón.
—¿Y tu mujer y tus hijas? ¿Qué pasó con ellas? —quiso saber María, cautivada por la terrible historia, pero ávida por conocer el final.
—Cuando me dirigía hacia el coche para ponerlo en marcha, oí como entraban en la casa unos soldados. Me di media vuelta y vi como derribaban la puerta de la calle, apenas pude reaccionar ante los gritos —se le quebraba la voz con aquellos recuerdos—. Oía sus voces preguntándoles por mí, instándoles a que les dijesen dónde me encontraba. Eché a correr hacia la casa cuando escuché una serie de detonaciones, instintivamente conté al menos seis disparos, después silencio y las risas de los soldados, sólo eran tres. Con lo primero que encontré, una barra de hierro, y el corazón cargado de odio y ganas de venganza, me lancé sobre ellos con una fuerza inusitada. Cogiéndoles por sorpresa les propiné un golpe en la nuca a cada uno que los aturdió, uno de ellos no se movía. No me siento orgulloso, pero después de ver el dantesco escenario en el que habían convertido la cocina de mi casa, los apaleé sin compasión, como un animal herido, hasta matarlos.
»El suelo de la cocina estaba lleno de sangre, aquellos hijos de puta, hicieron con mis niñas lo mismo que con Eric, les pegaron un tiro en la cabeza y otro en el pecho. Por mucho que lo intento, soy incapaz de borrar esa espantosa imagen de mi cabeza; a decir verdad, creo que no podré hacerlo nunca. Es una pesadilla con la que convivo cada día, la quiero dejar atrás, pero siempre me alcanza. La cocina blanca salpicada de un rojo tan intenso que me cegaba. ¿Dónde podía denunciar algo así? Si lo hacía, correría la misma suerte que ellas. ¡He querido tirar la toalla tantas veces! Sin ellas, he andado dando bandazos sin sentido, no soy nadie, ni creí que pudiese volver a sentir algo en mi interior que remotamente se pareciese al amor…
—Ahora me tienes a mí… me has salvado y estoy en deuda conmigo. —María trataba de mitigar su dolor, pero Omar se culpaba de todo lo que había sucedido a su familia.
—Ellas murieron por mi culpa, mis padres murieron por mi culpa, mi hermana murió por mi culpa… ¡Yo era el que tenía que haber muerto! ¿Por qué no morí yo también?
—Porque tienes que contárselo al mundo…
Omar calló, su mirada, perdida en el cielo, buscaba alguna estrella en el firmamento que se mostrara en todo su esplendor y le ofreciese su luz en aquellas horas de la noche.
—¿Cómo se llamaban tus hijas? —le preguntó María tratando de arrancarlo de aquel abismo en el que se estaba precipitando y evitar que se viniese abajo; no podía permitirlo, egoístamente por ella y ahora también por él.
—Ashanti y Kandé, ¡Dios! Eran tan sólo unas inocentes niñas, ¿qué mal hicieron? El de tenerme como padre, nada más… En tiempos violentos las personas buenas son las primeras en morir.
Omar agachó la cabeza, estaba agotado mentalmente. María temió que no le contase nada más, pero él, con un esfuerzo ímprobo, sacó fuerzas de flaqueza y continuó narrando.
—Estuve escondido durante días. Por las noches cavaba en el jardín trasero de la casa tres fosas, no permitiría que nadie profanase sus cuerpos, ni que acabasen olvidados en cualquier cuneta de la carretera —Omar lloró antes de seguir—. Durante la última noche que permanecí allí, me deshice de los cadáveres de los soldados. ¡Qué miserables! Ni tan siquiera entre ellos se echaban en falta.
»Esa misma noche decidí iniciar el viaje hacia ninguna parte, tenía claro que no podía quedarme allí, pero no sabía a dónde ir, no me esperaba nadie en ningún sitio; tal vez una muerte segura tras la siguiente esquina. Me monté en el todoterreno sin rumbo, conduciendo toda la noche con las luces apagadas. No tenía ni ánimo para hacerlo, como un espectro vagando desorientado. Pero como tú dices, tenía que contar mi historia, aunque nadie la quisiese escuchar. Es la misma que la de tantos otros.
»Vendí el coche para intentar salir del país. No fue sencillo, pero con dinero las fronteras se abren con facilidad. Aun así, hay mucha gente perversa en el mundo; y vosotros no tenéis ni idea.
—No sé a qué te refieres —manifestó con mirada interrogante.
—Al entrar en Libia me capturaron un grupo de personas que parecían soldados, pero no tenían la estructura de un ejército…
—¿Milicias…? ¿Tratantes de seres humanos?
—¿Acaso hay alguna diferencia? Fue un infierno, gracias a Dios que pude escapar a Argelia, aunque me dejaron marcado para toda la vida.
—¿Marcado…?¿Cómo?
Omar se levantó la camiseta y le enseñó dos enormes cicatrices que se cruzaban en el pecho y volvió a llorar como un niño desamparado.
—¿Y ese moratón? —le preguntó María señalando su costado izquierdo.
—Ese es reciente, cortesía de los policías que me detuvieron el otro día en la playa…
—¡No puede ser! Denunciaremos a esos hijos de puta.
—No es necesario, no quiero más problemas con ellos…
—Me encargaré personalmente de que esto no quede impune. No hay cosa que más me enerve que la injusticia; aunque como ves, no es muy diferente de cómo actúan en el lugar del que vienes tú.
—No hay ni punto de comparación…
María recapacitó sobre lo que había dicho.
—Tienes razón, perdona.
—Déjalo estar, te lo agradezco de corazón y no quiero parecer descortés, pero por favor, déjalo así, no quiero complicaciones.
—Cómo quieras, perdona por la interrupción, sigue contando
—Lo peor no eran las heridas en carne viva que perpetraron en mi pecho, ni los innumerables golpes en la cabeza. Lo peor era… —se detuvo para coger aire y continuar con los ojos cerrados—, escuchar los gritos de las mujeres, niños, ancianos, incluso a otros como yo, cuando los torturaban sin piedad. Llamaban a sus familiares pidiéndoles un dinero que no tenían a cambio de sus vidas. Nunca había visto un comportamiento humano tan atroz, tan inhumano; eran peores que animales. Los apaleaban y despellejaban disfrutando con ello, borrachos de perversión; mientras sus madres o sus padres escuchaban las palizas, los gritos, las súplicas, era un escenario desolador. Llegó un punto en el que no sentía nada por mí ni por nadie. Vi la cara del horror con mis propios ojos, violaban a las mujeres delante de nosotros sin pudor alguno. Les quitaban la ropa, la dignidad y lo poco que tuviesen para luego matarlas si no obtenían ningún pago a cambio. Los hombres sufrían la misma suerte, les daba igual. Era sadismo en su estado más primario —suspiró acongojado por el curso de su relato.
María estaba apesadumbrada, avergonzada de sus propios congéneres; cada minuto que pasaba lo admiraba más. No sabía de dónde sacaba la fuerza suficiente para vivir aquel hombre y ella, en cambio, sólo pensaba en acabar con la suya. Se sentía miserable por albergar semejantes propósitos. En esos pensamientos andaba cuando Omar la sacó de su propio trance.
—Una noche, el carcelero se emborrachó y dejó la puerta abierta. No se oía nada, la noche estaba tranquila; éramos un grupo de hombres, unos cinco, creo, no lo recuerdo bien, también una mujer y yo, huimos. Sólo recuerdo que estuve corriendo, como nunca lo había hecho en mi vida, hasta quedarme solo. Era de madrugada y no paré hasta que amaneció, corrí y corrí sin mirar atrás aprovechando las sombras de la noche. Vagué por el desierto hasta que conseguí pasar la frontera con Argelia. Seguro que si me hubiese quedado allí y no hubiese aprovechado aquella oportunidad, hoy no estaría aquí.
»El resto fue un paseo comparado con lo anterior —Omar narró su periplo en el mar—. Y cuando ya lo creí todo perdido, apareciste tú… —Entornó los ojos como si se avergonzase de lo que acababa de decir.
—Es terrible, Omar, pero insisto en que debe ser contada al mundo. No se puede repetir una y otra vez esta infamia.
—La historia está condenada a repetirse cuando las personas no aprenden de sus errores y se dejan llevar tan sólo por los intereses económicos. Me temo que eso es universal.
María se quedó pensativa dándole vueltas a las palabras y a las ideas. Después de escuchar su historia, sintió la necesidad de comprometerse con él, con su causa. 
—Omar, tengo algo que proponerte, pero te prometo que cuando acabemos buscaremos la forma de contar tu testimonio al mundo entero. Tanto sufrimiento no puede haber sido en vano. Si no te redime a ti, que lo haga a las generaciones venideras. No puedo ofrecerte tiempo, apenas dispongo de él, pero sí la oportunidad de volver a vivir…


Si quieres conocer el resto de la historia, los detalles y la continuación, la puedes leer en el relato: «María y el mar», incluido en el libro «Relatos a contraluz».

Décimoprimer relato incluido el el libro Archivos Reservados.
Disponible también en tapa blanda:

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Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
Nº de registro: VG184-12

Autor de los textos: Alberto L. Lorente

lunes, 30 de marzo de 2020

En silencio

Junio de 2018

Todo comenzó cómo empiezan las disputas siempre, una palabra mal sonante, un discurso con una palabra más alta que la otra, una interpretación errónea de los tiempos verbales poniendo un «digo donde dije Diego» o, como en este caso, por un silencio absoluto o una combinación de todos los factores que alteraron el producto y echaron por tierra la relación.
Nos conocimos en el tiempo perfecto de nuestras vidas, no sabía de ella ni la esperaba, ni ella a mí. Nos encontramos en aquella fiesta, rodeado de mis amigos y de un montón de desconocidos que parecían muy familiares para ella. Nos entendimos con una mirada sin comprender el ritmo con el que bailaban los demás. Una palabra y me gustaste en ese mismo instante; un gesto y te gusté al momento, o eso creí. El resto es historia.
Mucho antes de esto, todo era de color de rosa, bueno, no exactamente rosa, era del color que tienen los sueños cuando uno cree estar enamorado; rojo pasión, pero al final lo único rojo que quedó fue la sangre derramada. Sería mejor que no fuese tan dramático, sólo fluyeron ríos de lágrimas transparentes teñidas del maquillaje desdibujado.
Jamás imaginé, ni en mis más oscuros pensamientos, que llegásemos al punto de sentarnos a comer sin dirigirnos ni una mirada, ni tan siquiera una palabra, ni un saludo. Pero ahora somos de esa clase de parejas con el descaro suficiente y sin orgullo alguno de mostrarnos así.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin planearlo, al menos de forma consciente, pero día tras día cimentamos ese muro de silencio que ahora nos separa.
Éramos dos universitarios cuando nos conocimos, cuando nuestras mochilas estaban llenas de sueños, luchas, revoluciones, expectativas y, sobre todo, inseguridades ante lo que la vida nos podría deparar.
Decidimos dar un paso más y avanzar juntos, esfumándose las dudas iniciales que dejaron paso a la esperanza y convirtieron nuestra incipiente relación en una llama, la más brillante y ardiente del campus.
Llegó un momento en que no podíamos separarnos ni quitarnos las manos de encima, suena empalagoso, sí… pero así era y cuando ocurría, la sola idea de no estar juntos nos desquiciaba.
Sus ideas me cautivaban, me atraían como un campo magnético invisible que sólo nosotros podíamos ver. Para mí era inevitable admirarla, quererla, amarla… y yo estaba seguro de que ella sentía lo mismo por mí, nunca lo hablamos, era evidente que sobraban las palabras, ese fue nuestro primer error, tal vez temiésemos romper el silencio pronunciándolas, creerlo fue el segundo.
Acabamos la universidad y éramos la pareja perfecta, ella una experta en medicina y yo un maestro con mis ingenios mecánicos.
Henchidos de sueños y metas por conseguir, siempre juntos. Nos resultó fácil encontrar trabajo, eran otros tiempos, el mundo parecía esperar por nosotros, rendido a nuestros pies.
La vida nos sonreía con la mejor de sus caras, decidimos vivir juntos, con toda la ilusión que eso conlleva: elegir un apartamento, el sofá donde hablar, una mesa para la pequeña cocina donde compartir nuestro día a día, a quien invitar para compartir nuestras penas y nuestras alegrías, la cama donde nos amaríamos y, años más tarde nos ignoraríamos, aunque nunca llegamos a odiarnos.
Nos pasábamos los días dibujando sueños para luego concretarlos. El principal, era ser una pareja unida, ser dos en uno, sintiendo que el pasado nunca nos alcanzaría y que el futuro estaba al alcance de nuestras manos, olvidándonos de vivir el presente.
La vida se fue llenando de rutina, las facturas atestaban nuestro buzón, mis horarios en la oficina se alargaban mezclándose con sus interminables turnos en el hospital. Cuando nos encontrábamos sólo quedaba tiempo para un tierno abrazo de buenas noches –que ahora atesoro–, y dormir, pero no había descanso.
Qué lejos quedaban esas madrugadas en las que el amor parecía no tener límite, sólo el que imponía nuestra imaginación y nuestras ganas de más. Las duchas en las que por sorpresa te abrazaba por detrás y dejábamos que la lujuria resbalase por nuestros cuerpos desnudos hasta perderse por el desagüe. Las largas tardes de invierno compartiendo manta y reflexiones en el sofá con eternas promesas que luego incumplimos. Las cenas y su pie buscando mi excitación bajo la mesa, las caricias inesperadas y esos besos llenos de delirio en los que el tiempo parecía detenerse.
La monotonía fue ganando todas las partidas y el miedo a la soledad se fue colando entre nuestras sábanas atenazándonos el corazón.
Pero, a pesar de todo, decidimos continuar, en una huida hacia delante, sin mirar atrás, condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Nos fuimos encasillando en nuestros papeles, esos que tanto odiábamos, pero necesarios para mantener la llama encendida o, al menos, para intentar que no se extinguiese. Papeles ineludibles para que funcionase el hogar que por momentos se desmoronaba, evitar el conflicto del «hoy te toca a ti».
Abrimos la puerta a los vientos de las suposiciones sin decir ni una sola palabra y se adueñaron de nuestra existencia. Lo que suponíamos que al otro le incomodaba era en realidad el miedo a no amarlo suficiente. Todo lo que ella hacía era para lastimarme o lo que yo dejaba sin hacer era para provocarle. Incluso sospechábamos de los regalos, parecían ocultar infidelidades o errores. Pongo la mano en el fuego que nunca lo fui, pero desconfiaba de ella.
Los reproches se convirtieron en una rutina más y de ahí pasamos a los silencios y en ellos nos abandonamos.
Evitábamos hablar justificando que era para no lastimarnos más, y en esos silencios naufragaron nuestros sueños diluyéndose en un mar de dudas, llegando al punto en que intentábamos rescatar los sueños conjuntos que nos habían unido, pero ni siquiera recordábamos ya qué era lo que nos mantenía juntos.
Nos convertimos en auténticos desconocidos, expertos en ignorarnos. Su presencia me tranquilizaba, no necesitaba más. Su cuerpo junto al mío en la cama, sus pasos al llegar a casa buscando refugio en nuestro dormitorio, el ritmo del repiqueteo de las teclas cuando redactaba sus informes en el ordenador. Todos esos detalles me calmaban, sí, pero sin saber por qué, me dolían por igual hasta el punto de sentir pánico.
No sé si ella sentía lo mismo, nuestra conexión se había desvanecido, ni siquiera le pregunté si era así, había perdido el interés por lo que pudiese pensar. Muchas veces quise ponerme a su altura, alcanzarla y abrazarla, pero temía la indiferencia.
Alguna vez le había contado cómo me recordaba a mi madre, de la misma manera que llegaba del trabajo cansada y estresada. Siempre quería silencio y yo me volvía invisible entre mis juguetes. Me prometió que mientras estuviésemos juntos eso no volvería a pasar, pero también las promesas fueron cayendo en el pozo del olvido.
La amé incondicionalmente cuando me lo dijo, pero día tras día me sentía más etéreo, ahora sé que lo que no se rompe no puede ser reparado, evitábamos quebrar nuestra convivencia para no hacernos daño.
Ambos éramos conscientes de las heridas del otro, pero los dos eludíamos tocarlas para no desangrarnos más, y evitábamos curarlas por el miedo al dolor resultante. Sellamos la caja de los recuerdos, ya no nos hacían falta, fingimos ser la solución a nuestros problemas cotidianos en silencio, enfrentados con todo lo que nos unió alguna vez, y ahora… nos alejábamos cada día un poco más.
Lo que ayer nos conquistó, hoy es reproche y de ellos nació la indiferencia resuelta en ese silencio ensordecedor. El deseo de hacer sin planear ya no existe, se difuminó por sendas paralelas que no volvieron a confluir. Ahora todo ha de estar medido, estipulado y planeado de antemano, hasta el más ínfimo detalle, sin dejar espacio a la improvisación. Una vida en la que el deseo es por compromiso y se alivia con apatía.
Hoy, en la fiesta de cumpleaños de su hermana, he permanecido en silencio todo el tiempo hasta que su mirada se ha encontrado con la mía y ha estallado, el muro de silencio que habíamos levantado se desmorona en un momento con la explosión.
—No puedo continuar así —me dice fuera de lugar y los cimientos se tambalean ante nuestros amigos y familiares, sobre todo los míos, porque los suyos hace tiempo que colapsaron.
Trato de encajar el miedo al desamparo bebiendo con indiferencia un sorbo de mi copa y bajando la mirada. Intuyo que no hay vuelta atrás. No sé de donde saco arrestos para contestar con palabras que hace tiempo se almacenan en mi pensamiento:
—Yo tampoco —así de simple es mi respuesta, tanto como patética y desesperada—, pero no quiero perderte —provoco a tus lágrimas invitándolas a derramarse.
Pero se resisten a salir.
—Hace tiempo que nos hemos perdido mutuamente —disparas directo al corazón y nuestras almas se despedazan en mil fragmentos.
Un nudo atenaza mi garganta apagándose hasta hacerse el silencio. Me recompongo y saco fuerzas de donde no las tengo, aparento serenidad pero mi respuesta me delata:
—¿Quieres que nos vayamos? ¿Quieres que hablemos? —parezco desesperado, y de hecho, lo estoy. Tengo miedo, demasiado para encajar la respuesta que temo.
—No, pero quiero que tú sí.
Caminé solo hasta nuestra casa, la que construimos con mucha ilusión y tantos sueños que ahora navegan a la deriva en este mar de silencios.
Al día siguiente me despierto sin ganas de encontrarme con ella. Soy un cobarde, lo sé. Espero mientras se arregla para ir al hospital como cada día. Le iba a decir algo, pedir perdón, no sé… pero guardé silencio, observándola mientras me hacía el dormido.
Cuida todos los detalles mientras se mira en el espejo, intenta disimular las ojeras que remarcan sus ojos. El cabello, los matices de su piel, la silueta de su cuerpo. Un par de veces se alejó del espejo como tratando de entender los detalles que el tiempo ha cincelado en su cuerpo y que sólo una mujer entiende.
La vi hermosa, como antaño, como ayer, como siempre fue aunque lo había olvidado, como se olvidan las rutinas. Quizá no esté tan increíble como cuando nos conocimos; me quedé pensando en lo bien que el tiempo se había portado con ella.
También pensé en las veces que olvidé decirle lo maravillosa que era, y seguro que sigue siéndolo aunque hace demasiado tiempo que no me interesa comprobarlo. Se agrandó el silencio entre nosotros dando todo por supuesto.
Aquella mañana se fue a trabajar y yo sentí una gran añoranza en mi pecho, y en el alma una nostalgia que me recordaba a otra época y que no sentía desde entonces.
En aquel efímero momento apreciaba la fortuna que tenía, ella continuaba a mi lado pero duró lo que tardó en cerrar la puerta con un golpe seco y el silencio era ya tan intenso que mis gritos llamándola se ahogaron en él.
Fue la última vez que la vi antes de que ese silencio se hiciese cargo de mi existencia.

noveno relato incluido el el libro Archivos Reservados.
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Es por ello que queda prohibida la reproducción total o parcial, sin el consentimiento expreso del autor de la obra.
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